Reflexión Homilética para el Domingo 15 de Marzo de 2020. 3º de Cuaresma
¿Quién no ha recibido una carta
de esas que dicen que haciendo esto o lo otro se consigue automáticamente que
te suceda algo bueno, un milagro para ser exactos, que te dará la felicidad? O
quizá se trata de esos predicadores que nos anuncian que haciendo esto o lo
otro es como lograremos la salvación de una forma absolutamente segura. Hay
quien entiende así las devociones. Hay que hacer los nueve primeros viernes de
mes al Corazón de Jesús o la novena a tal santo para salvarse o para alcanzar
eso que deseamos. O rezar el rosario todos los días. O peregrinar a tal
santuario o a tal otro. O... Siempre parece que es una condición, más o menos
difícil de cumplir, que se nos pone por delante como una especie de prueba
necesaria para conseguir la salvación, para ir al cielo.
La samaritana también andaba con esos
problemas. Entre samaritanos y judíos había un contencioso. Unos decían que el
culto a Yahvé sólo se podía celebrar en el monte Garizím y los otros que en
Jerusalén. Unos que había que cumplir unas normas y otros que otras.
Conclusión: que no se hablaban. De repente, aparece Jesús, un judío, y pide
agua a la mujer, una samaritana. Tiene sed y pide agua. Es un ser humano que
expone su necesidad. Sin más. A Jesús no le preocupa que aquella mujer sea
samaritana. Es una hermana más. Es hija de Dios.
Ahí comienza un diálogo en el que Jesús
va a invitar a la samaritana a ir más allá de las normas y los cultos. Como
dice Jesús, se acerca la hora en que los que adoran a Dios lo harán en
“espíritu y en verdad” y no en este monte o en el otro, o cumpliendo unas leyes
u otras. Entonces se abre la mente de la samaritana y no puede menos que
anunciar lo que ha “visto y oído” a los otros samaritanos.
Pero, ¿qué significa ese “en espíritu y
en verdad”? Quizá tendríamos que poner en contacto este relato de la samaritana
con la parábola del buen samaritano. Quizá ahí encontramos la clave de lo que
significa adorar a Dios para Jesús. No es algo que se hace en el templo
–recordemos que en la parábola se reprueba precisamente la actitud del
sacerdote y del levita– porque a Dios se le adora allá donde se le encuentra. Y
se le encuentra en el prójimo. Más específicamente, en el prójimo necesitado y
sufriente. A este punto se nos viene a la memoria la cita de San Ireneo: “La
gloria de Dios es la vida del hombre”. La propuesta de Jesús para judíos y
samaritanos es la misma: el culto no pasa de ser un folklore si no se
fundamenta en un real amor a Dios que se manifieste primeramente en el amor a
nuestros prójimos, sobre todo a los que sufren. Es de esperar que esta Cuaresma
nos convirtamos a adorar a Dios en espíritu y en verdad, en nuestros hermanos y
hermanas que sufren.
Fernando Torres cmf
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