Si la fiesta de Navidad está ya
llena de contrastes de la visión total del misterio, pues Aquel mismo que
considera en el pesebre, se le aparece llevando sobre sus hombros las insignias
del poder; esto se acentúa más en la fiesta de la Epifanía.
Al fin y al cabo el objeto de la
fiesta de Navidad, de origen occidental, romano concretamente, es único y claro
como su mismo nombre latino: “Nativitas”. En cambio, en la Epifanía no sólo el
nombre griego de esta fiesta – aparecida en Oriente – es misterioso, sino que
su mismo objeto es complejo. No es extraño que si Navidad para muchos no pasa
de ser una feliz nochebuena con cánticos al Niño Jesús, Epifanía quede reducida
a “la fiesta de los Reyes”.
Con todo, fundamentalmente,
Navidad y Epifanía celebran un mismo hecho: el advenimiento de Dios en este
mundo; solo que la primera de estas festividades lo celebra sobre todo bajo el
punto de vista histórico, y la segunda bajo el punto de vista teológico e
ideológico. Cuando, a fines del siglo IV, Roma aceptó la fiesta oriental del 6
de enero y el Oriente la romana del 25 de diciembre, ambas pudieron conservar
su propio carácter y se completaron mutuamente.
Epifanía representa el desarrollo
completo del misterio de Navidad. “El que aquel día nació de la Virgen – dice
San León -, hoy ha sido reconocido por el mundo entero”. Dios ha aparecido en
el mundo no solamente tomando carne mortal, sino manifestándose a los hombres,
mostrando sus obras y su poder, y tomando posesión de su: Pueblo al modo que
los antiguos reyes la tomaban solemnemente de sus ciudades. Todo esto ha
significado en el decurso del tiempo la palabra epifanía – o más tarde teofanía
– y algo de esto se encuentra en la rica liturgia de esta festividad. En la
adoración de los Magos han visto todos los Santos Padres la manifestación de
Cristo a los paganos y al mundo en general, en el milagro de las Bodas de Caná
la manifestación de su poder y en el Bautismo del Jordán, la purificación y
toma de posesión de su Iglesia y de cada una de las almas.
Este es el triple misterio de la
Epifanía, que resume admirablemente la antífona del Benedictus de la fiesta
que, al mismo tiempo, nos hace ver la vida sacramental de la Iglesia: “Hoy la
Iglesia se ha unido al Esposo celestial, pues en el Jordán Él la lavó de sus
crímenes. Los Magos corren con sus presentes a las nupcias reales y los
invitados se regocijan del agua convertida en vino”.
En esta antífona se nos presenta
la aparición de Dios en el mundo bajo el símbolo nupcial, tan usado en el
Antiguo y Nuevo Testamento para expresar la unión de Dios con su pueblo. Yavé
es el esposo; el pueblo de Israel, la esposa. Cristo el esposo, y la Iglesia la
esposa. La esposa de Yavé fue infiel y, por lo tanto, repudiada por Dios. La
esposa de Cristo, lavada de sus iniquidades en el Jordán – bautismo – como
reina, sin arruga ni mancilla, avanza con los Magos, que son sus primicias,
hacia el convite real que le prepara su esposo, y se sienta a su lado en la
mesa, donde se alimenta de su cuerpo y se llena de gozo con el vino de su
sangre. Todavía quedaba subrayada esta idea de las nupcias reales en la
Eucaristía con el milagro de la multiplicación del pan y de los peces, que
durante muchos siglos se conmemoraba asimismo el día de la Epifanía.
Dios, que como esposo divino sale
de los tálamos eternos para darse a conocer a la humanidad con su presencia,
con su poder y con su gracia sacramental, con la cual penetra en lo más
profundo del alma, a la que se une más íntimamente que el esposo a la esposa,
encarnándose en cierto modo en ella. Esta unión y transformación son el último
desplegamiento de la gracia de Navidad.
No basta celebrar Navidad con
alegría, entusiasmo y fervor. Para sacar todas las consecuencias del misterio,
hay que vivirlo en lo más íntimo del corazón, meditándolo, revolviéndolo, como
lo hacía María en estos días: “María, nos dice San Lucas, conservaba todas
estas palabras, meditándolas en su corazón”. Como lo hace la Iglesia, que a
medida que va alejándose de la festividad parece descubrir más profundas y
nuevas perspectivas de aquel “grande y admirable sacramento” de “aquel
maravilloso comercio”. Todo lo que va de Navidad a Epifanía no es en la
liturgia otra cosa que un engolfarse en el misterio.
Tenemos que comentar brevemente
la solemne y grandiosa misa de la fiesta que litúrgicamente es de lo mejor que
posee nuestro misal romano ¿No hemos clamado durante todo el Adviento con aquel
fervoroso e impetuoso “ven, Señor”? “He aquí que viene”, se nos dice hoy. Y con
la fe: en el Papa que entra en la iglesia de la cristiandad, en el obispo que
hace su entrada en la catedral, en el párroco en su parroquia o cualquier
sacerdote en su iglesia. recibimos nosotros la visita, la concreta epifanía del
Señor para cada uno de nosotros. El salmo entero del Introito, cuyos versículos
se cantan al avanzar el sacerdote hacia el altar, nos descubre todo el valor
profético de la entrada del Señor en este mundo y en su Iglesia.
Como los Magos por la estrella,
así nosotros somos conducidos por la fe hacia Dios. Pero la fe debe terminar en
la visión de la magnificencia de Dios en su gloria. Es lo que pide la Colecta.
La fe fue la primera aparición de Dios en nuestra alma; la fe es la estrella
que nos hace hallar a Cristo en nuestra vida – como se lo hizo hallar a los
Magos en la suya – y la fe es la que nos conducirá a su plena posesión en la
gloria. He aquí la aparición de Cristo en toda su dimensión que nos hace
implorar la Colecta.
Esta magnífica aparición de Dios
a la humanidad había sido preparada desde todos los siglos y frecuentemente
anunciada por los profetas del Antiguo Testamento. La epístola de hoy es una de
las más bellas de estas profecías. Con frases de una fuerza y colorido
incomparable, nos describe aquí Isaías la gloria y grandeza de la Jerusalén
ideal, que espiritualmente se realizan en la Iglesia. La Iglesia ha considerado
esta profecía como un himno a su gracia, a su riqueza y a su gloria. Y por eso
durante la Edad Media se cantaba esta epístola con una adornada melodía y su
canto era envuelto de un rico ceremonial. Si la epístola nos presenta la
profecía, el evangelio nos relata su histórica realización.
Como lazo de unión entre las dos
lecturas está el canto del gradual y del aleluya. El gradual de hoy es un eco
de la epístola, recoge unas frases características de la misma y las medita
cantando. El aleluya, en cambio, anticipa, preparándolo, el evangelio,
subrayando la idea principal de la fiesta: aparición y adoración, o luz y
dones, que es también lo que expresa en otra palabras el gradual.
En el evangelio de hoy se ve
claramente el sentido que la Iglesia da a la lectura de la palabra de Dios en
la misa. No se trata solamente de escuchar una historia, una doctrina o una
exhortación de labios del Señor. Es decir, el evangelio en la misa no es una
lección de exégesis, de dogma o de moral, sino una presencia del Señor, el
cual, por el sacramental de su palabra, nos prepara al Sacramento de su cuerpo,
donde todo lo leído cobra eficacia y una realidad sobrenatural en nuestras
almas. “‘No digas – decía San Agustín – bienaventurados los que le vieron,
oyeron, tocaron…, pues tú lo ves, lo oyes y tocas en su Evangelio”. La lectura
del evangelio en la misa es una verdadera epifanía del Señor. Por eso la
liturgia envuelve esta lectura con un ceremonial tan Solemne como si acompañara
al mismo Señor: ministros, incienso, velas, beso y canto solemne.
Hoy no sólo escucharnos la
historia de los Magos como sí fuera la de nuestra vocación, sino que con ellos
y como ellos nos arrodillamos para adorar al Señor. Ellos le adoraron en el pesebre,
envuelto en pañales, y nosotros le adoramos en el cielo reinando y cubierto de
gloria. Y así damos pleno sentido a su adoración y a la nuestra. Con toda
verdad podemos, por lo tanto, cantar en el Ofertorio que no sólo los reyes de
Tarsis y de las islas, y los reyes de Arabia o de Saba presentan dones y
ofrendas, sino que todos los reyes de la tierra le adoran y las gentes le
sirven. Entre esta multitud cósmica, nuestra adoración cobra una proporción y
un sentido insospechado.
El Señor apareció en nuestra
carne mortal para transe inmortalizarla. Siempre que recibimos la Eucaristía
somos restaurados “con la nueva luz de su inmortalidad”, como dice el Prefacio.
Gracias a la misa, hoy tendrá una realidad sublime para cada uno de nosotros la
Epifanía del Señor; aquí no sólo la celebramos y la meditamos. sino que la
vivimos. ¡Qué significación tiene así la antífona de la Comunión: “Hemos visto
su estrella en Oriente y venimos con dones a adorar al Señor”!