domingo, 26 de abril de 2015

PROCESIÓN DE LA DIVINA PASTORA

LA PIEDRA Y EL PASTOR


Homilía para el Domingo 26 de Abril de 2015. 4º de Pascua. B.

“Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular. Ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” Así interpela Pedro a los jefes del pueblo y a sus senadores  (Hech 4,11-12).

Pedro y Juan han sido llevados ante el Sanedrín no por haber curado al tullido que pedía limosna a la puerta del Templo de Jerusalén, sino por haberlo curado en el nombre del Mesías de Nazaret. Eso es lo que realmente molestaba a las autoridades del pueblo.

Pero Pedro inicia su discurso con las palabras de un salmo (118,22). No se trata de un alegato para defenderse a sí mismo, sino del anuncio de su evangelio. Era importante afirmar que la piedra despreciada se había convertido en el fundamento de la vida y de la salvación.

O dicho más claramente, Jesús, crucificado por instigación de aquellos jefes del pueblo, ha sido convertido por Dios en el salvador de ese pueblo tan manipulado por sus jefes. Esa es la gran paradoja. Y ese es el núcleo del mensaje que ha de recorrer el mundo.

 LA CONTRAPOSICIÓN

El evangelio de este cuarto domingo de Pascua  (Jn 10,11-18) nos recuerda todos los años la figura de Jesús como el Pastor bueno y responsable.

Hay algunas notas que establecen una notable diferencia entre el pastoreo de Jesús y la actuación del asalariado. Jesús da la vida por sus ovejas. Pero el asalariado no es pastor ni dueño de las ovejas. Es evidente que sólo le preocupa su interés personal. No ama a sus ovejas. No está dispuesto a dar la vida por ellas. Por eso las abandona cuando ve llegar al lobo.

El texto que se proclama en este día nos ofrece otra contraposición muy importante. Pedro acusaba a los jefes del pueblo de haber crucificado a Jesús. Pero el evangelio repite una y otra vez que Jesús entrega espontáneamente la vida por sus ovejas: “Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente”.

En este texto evangélico hay una tercera contraposición: la que va de entregar la vida a recuperarla. Nosotros entregamos o perdemos la vida, pero nada indica que podamos recuperarla. Una y otra vez se repite que Jesús entrega su vida por las ovejas. Pero por dos veces nos dice él mismo que tiene poder para recuperarla.

JESÚS Y EL PADRE

No deberíamos olvidar esa palabra de Jesús. Sólo él tiene poder para recuperar la vida que entrega por los suyos. Ese es el mensaje de la Pascua. Pero todavía nos llaman la atención las referencias de Jesús a su Padre:

“El Padre me conoce y yo conozco al Padre”. Esa relación de mutuo conocimiento entre Jesús y su Padre indica su origen eterno, revela el estilo de su vida y nos ofrece la razón por la que ha podido revelarnos a su Padre.

“El Padre me ama porque yo entrego mi vida”. La generosidad de Jesús es fruto del amor que le une al Padre, pero, al mismo tiempo la entrega de Jesús a los hombres le hace merecedor del amor del Padre.

“Este mandato he recibido de mi Padre”. Una y otra vez Jesús había manifestado que había venido al mundo para cumplir la voluntad del Padre. Ahora nos manifiesta que la voluntad del Padre es que el Hijo entregue su vida por sus ovejas.

- Señor Jesús, te reconocemos como la Piedra angular del edificio de nuestra fe y como el Pastor bueno que entrega su vida por sus ovejas.  Te alabamos por ello y te damos gracias. Amén. Aleluya


D. José-Román Flecha Andrés

sábado, 18 de abril de 2015

EL DÍA DEL PERDÓN



Homilía para III Domingo de Pascua, 19 de Abril de 2015. B.

 “Arrepentíos y convertíos para que se borren vuestros pecados”. Con esas palabras se cierra el discurso que Pedro dirige a las gentes de Jerusalén según el texto de los Hechos de los Apóstoles que hoy se proclama en la celebración de la misa (Hech 3, 19).

Antes de esa exhortación, Pedro ha acusado a las gentes de su comportamiento con Jesús de Nazaret. Tres son los motivos de su acusación:

Entregar a Jesús a las manos de Pilato, cuando el procurador romano había ya decidido ponerlo en libertad.
Rechazar a Jesús, al que Pedro tiene que calificar necesariamente como el Santo y el Justo.

Pedir a Pilato el indulto de un asesino, mientras que optaron por entregar a la muerte al autor de la vida.

Si bien se mira, esas tres acusaciones no han perdido vigencia. También hoy se ignora la bondad y se glorifica la maldad, se desprecia la vida y se legaliza la muerte, se aplasta al inocente y se honra públicamente a los asesinos.

UN MUNDO NUEVO
El evangelio de este domingo tercero de Pascua (Lc 24, 35-48) está lleno de contrastes entre la actitud de los discípulos de Jesús y la realidad de su resurrección y de su mensaje.

Los discípulos de Jesús confunden a Jesús con un fantasma. Pero el miedo a los fantasmas no les permite descubrir la verdad de la vida y la presencia de Jesús.

Frente a las dudas que surgen entre los discípulos, Jesús les ofrece la paz y la seguridad, los libera de la ilusión y del temor y les abre a la esperanza.

Los discípulos de Jesús son incapaces de comprender el sentido de la muerte de Jesús. Pero él les abre su entendimiento para que puedan recordar y comprender las Escrituras.

También en nuestra vida Cristo viene a crear la novedad. Como dice el Papa Francisco, “La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano” (“Alegría del Evangelio”, 278).

TESTIGOS DEL PERDÓN

 La última frase de Jesús es un espléndido resumen de lo que ha de ser la misión y la tarea de la Iglesia y de cada uno de los creyentes:

“Estaba escrito que el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos”. Su pasión no debe ser para los creyentes fuente de escándalo ni motivo de burla para los incrédulos. Y su resurrección no debe sumirnos en la duda. Es preciso creer en las Escrituras.

“En nombre del Mesías se predicará la conversión y el perdón de los pecados”. Él Señor no resucita para condenarnos ni para condenar al mundo. Él nos ofrece su perdón y quiere que lo anunciamos a todos los que desean convertirse de sus pecados.

“Los discípulos han de ser testigos de esto”. No somos enviados como testigos de la cólera, la venganza o el castigo de Dios. Somos los testigos de su ternura y de su misericordia.

Señor Jesús, tú vienes a nuestro encuentro, nos deseas la paz y nos constituyes en testigos de tu presencia y de tu perdón. Danos tu luz para ser fieles a esa misión. Amén. Aleluya


D. José-Román Flecha Andrés

sábado, 11 de abril de 2015

EL DÍA DE LA COMUNIDAD


Reflexión homilética para el Domingo de la Divina Misericordia 12 de Abril de 2015. Ciclo B.

“En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamada suyo propio nada de lo que tenían”. Siempre nos impresiona volver a leer estas palabras. Con este “sumario”, nos evoca el Libro de los Hechos de los Apóstoles la vida de la primera comunidad de los discípulos del Señor (Hech 4, 32).

Es un panorama ideal que se presenta como modelo para todas las comunidades cristianas de todos los siglos y de todo lugar. El testimonio que los apóstoles ofrecen de la resurrección de Jesucristo estaba avalado por el espíritu y el estilo de vida de toda la comunidad a la que pertenecían y a la que servían. Y se comprende que así ha de ser en todo tiempo.

Según se puede observar, la palabra apostólica está apoyada “desde arriba” por la fuerza del Espíritu, como se ha dicho en el mismo libro. Pero es confirmada “desde abajo” por la unidad de pensamiento y sentimiento y por la generosa fraternidad que caracterizan a los discípulos del Señor.

EL ENFADO Y LA VERDAD

El evangelio que se proclama en este segundo domingo de Pascua nos recuerda que, tras la muerte de Jesús, sus discípulos permanecen encerrados por miedo a los judíos. Se diría, con palabras del Papa Francisco, que son víctima de un “pesimismo estéril”. Pero Jesús resucitado se les presenta como portador de la paz y del perdón (Jn 20, 19-31).

Este relato evangélico es bien conocido, además por dos detalles: las idas y venidas de Tomás y el gesto de Jesús.

Solemos calificar a Tomás como el “incrédulo”. Pero tal vez su enfado no sea un signo de su poca fe sino de su asombro ante la incoherencia de sus compañeros. Mientras ellos parecían reacios a acompañar a Jesús en su camino a Jerusalén, sólo Tomás se había mostrado decidido a seguir a su Maestro hasta morir con él.
El gesto por el que Jesús ofrece sus llagas a la curiosidad y al tacto de Tomás nos resulta sorprendente. Pero con él se nos invita a abrirnos a una doble verdad. A identificar al resucitado con el mismo Jesús que había sido herido y condenado a la cruz. Ni su muerte fue un engaño ni su resurrección es fruto de la fantasía de los amedrentados.

EL TEMOR Y LA MISERICORDIA

Con todo, este texto del evangelio de Juan nos da pie a otras dos consideraciones: la de la importancia de la comunidad y la del don de la misericordia.

“A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos”. Algunos han pensado y escrito que para encontrarse con Jesucristo hay que abandonar a su comunidad. No es cierto. Los que estaban encerrados no eran mejores que Tomás. Si uno era víctima del despecho los otros lo eran del temor. Pero sólo en la comunidad se muestra el Resucitado.

“Paz a vosotros… Yo os envío… No seas incrédulo”. Las palabras de Jesús resucitado no reflejan un reproche, sino la grandeza de su misericordia. Una compasión cercana a sus discípulos y una exquisita pedagogía para llevarlos a la fe y enviarlos a una misión: la de llevar la buena noticia del perdón, del que ellos mismos han gozado.

Señor Jesús, sabemos que nos perdonas y nos buscas, que nos ofreces tu paz y nos envias a proclamar tu resurrección. Que nuestras palabras y obras reflejen siempre la misericordia que tienes con tu comunidad. Amén. Aleluya

D. José-Román Flecha Andrés 

domingo, 5 de abril de 2015

EL DÍA DEL TESTIMONIO


Homilía para Domingo de Pascua de la Resurrección, B.

“Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo sino a los testigos que él había designado: a nosotros que hemos comido y bebido con él después de su resurrección”. Ese es el mensaje que pone en boca de Pedro la lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles que hoy se proclama (Hech 10, 34a. 37-43).

Pedro ha evocado la vida Jesús, desde su bautismo hasta su muerte en cruz. No puede olvidar que “ungido por la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo”. Pero tampoco quiere silenciar que aquellos mismos que fueron testigos de lo que hizo en vida son ahora testigos de la presencia del resucitado.

Por tercera vez Pedro se presenta como miembro de un grupo de testigos. Los apóstoles elegidos por el Maestro han sido enviados a dar solemne testimonio de que Dios ha nombrado a Jesús juez de vivos y muertos.

LA FE Y EL ANUNCIO

También el evangelio juega con el testimonio de los que habían convivido con Jesús (Jn 20, 1-9). En primer lugar, Maria Magdalena. Ella había descubierto a Jesús en Galilea. Seguramente había sido curada por Él y lo había seguido por los caminos y servido con sus bienes, como las otras mujeres que en él habían encontrado la salud y la salvación.

Ahora María descubre que el sepulcro del Señor está vacío. Ésa es la gran noticia que se apresura a anunciar. Por algo ha podido ser llamada “apóstol de los apóstoles”. Quien cree en Jesús lo acompaña hasta su cruz. Pero quien cree en Jesús no puede olvidarlo. Quien cree en Jesús lo reeencuentra aunque lo crea perdido. Quien cree en Jesús lo anuncia vivo y presente.

Sorprendidos por el anuncio de María, acuden también al sepulcro otros dos discípulos: Pedro y aquel “al que tanto quería Jesús”. El sepulcro vacío es motivo de fe para ambos: para quien ha traicionado a su Maestro en la hora de la turbación y para quien lo ha acompañado fielmente hasta la cruz.

INQUIETUD Y CONSUELO

En el texto del evangelio de Juan queda flotando el anuncio apresurado y nervioso de María la de Magdala: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. ¿No se asemeja esta inquietud a la que embarga a nuestra humanidad?

“Se han llevado del sepulcro al Señor”. Muchos cristianos vivíamos confiados en tener aseguradas todas las creencias. Algunos se han encontrado de pronto sumidos en la orfandad y en el silencio. Pero otros han aceptado que Jesús y su mensaje hayan sido depositados en un sepulcro. A unos los come el dolor. Otros han encontrado la tranquilidad.

“No sabemos dónde lo han puesto”. La voz de María Magdalena resuena como un lamento. Jesús no está en el sepulcro. Y no se encuentra su cadáver. Todo indica que, para consuelo de unos e inquietud de los otros, Jesucristo está vivo y camina entre nosotros. Solo espera el testimonio de los que creen en él y no pueden ni quieren callarse la noticia.

Señor Jesús, nosotros sabemos que has vencido a la muerte. Creemos que estás vivo. Y que tu resurrección es la razón de nuestra fe, el aliento de nuestra esperanza y la exigencia para anunciar y vivir tu amor a esta humanidad nuestra. Amén. Aleluya.

D. José-Román Flecha Andrés

sábado, 4 de abril de 2015

SÁBADO SANTO


A las 6.30 de la tarde realizará Estación de Penitencia desde la Iglesia de la Inmaculada Concepción la Hermandad de la Santa Vera+Cruz y Ntra. Sra. de las Angustias

viernes, 3 de abril de 2015

LA MUERTE


Viernes Santo
La muerte tiene dos caras: la del sinsentido y la del amor. La cara del sinsentido es la más evidente. Cuando se acaba la vida biológica todo termina. Esa es la impresión que los seres humanos tenemos. El anhelo de una vida plena se estrella contra el muro del encefalograma plano. En nuestros genes está impresa la fecha de caducidad. Hay culturas que celebran la muerte. La rodean de música, danza y comida. Hay otras que la maquillan y la esconden. Antes se enterraba a los muertos para devolverlos a la tierra nutricia. Hoy se incineran para reducirlos a la mínima expresión, para que no ocupen espacio ni en el suelo ni en la mente. Mañana buscaremos fórmulas para aniquilar toda huella. Incluso las cenizas de los muertos acaban siendo molestas, un permanente recordatorio de nuestra caducidad: "Polvo eres y en polvo te convertirás".

Jesús entró en el tanatorio humano. Antes de morir físicamente probó en sus carnes la "muerte de Dios": "Oh Dios, ¿por qué me has abandonado?". Fue el más antiguo y el más moderno de los seres humanos. Se adelantó a Marx, a Nietzsche, a Freud ... y a Steven Hawking. Sintió como nadie el abandono del Padre. Probó en sus carnes la horca, la cámara de gas, la desnutrición, el frío, los efectos de la bomba atómica y el encarnizamiento terapéutico. Apuró el cáliz de la soledad, la exclusión, la condena, la depresión y el suicidio. Temió que todo pudiera ser un hermoso y cruel cuento de hadas. Viajó hasta Hiroshima, Auschwitz, Siberia, Ruanda, Srbrenica, Ciudad Juárez y Kandahar. Descendió al abismo del sinsentido ... por amor. De esta manera mostró que la muerte tiene otra cara misteriosa: la de la entrega. Amar significa dar la vida, morir. Para que no hubiera ninguna duda, en la noche del jueves al viernes, celebró una cena con sus discípulos. Mateo, Marcos, Lucas y Pablo dicen que tomó el pan y el vino, los bendijo y los repartió. Eran su cuerpo y su sangre. Juan dice que lavó los pies a los suyos. Dos eucaristías fundidas en una. El tema es el mismo: el amor. En realidad, al entregar su cuerpo y su sangre, Jesús murió antes de expirar.

Se puede huir de la muerte o ir a su encuentro. Se puede asegurar la vida o entregarla. Se puede morir de escepticismo o de confianza: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Cada Viernes Santo, unidos al Cristo que muere, ensayamos nuestra propia muerte para que cuando llegue nos encuentre en vela. Para que no sea el triunfo del sinsentido sino la culminación de una vida entregada por amor.

VIERNES SANTO


A las 8 de la tarde tendrá lugar la Estación de Penitencia de la Hermandad de los Estudiantes a los que se unirán las Hermandades del San Juan, Santo Entierro y Soledad, teniendo lugar el encuentro en la Capilla de Jesús Nazareno.

jueves, 2 de abril de 2015

JUEVES SANTO

   

Estación de Penitencia de las Hermandades de Ntro. Padre Jesús de la Oración en el Huerto y Ntra. Madre y Sra. de la Paz y Esperanza. 8'30 de la tarde. Parroquia de la Inmaculada Concepción.

DÍA DEL AMOR FRATERNO


Homilía del Papa Francisco Misal Crismal 2015 
El cansancio y el descanso sacerdotal: Jesús, olor a oveja y la mirada de padre

«Lo sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así piensa el Señor cuando dice para sí: «He encontrado a David mi servidor y con mi aceite santo lo he ungido» (v. 21). Así piensa nuestro Padre cada vez que «encuentra» a un sacerdote. Y agrega más: «Contará con mi amor y mi lealtad. Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios que me protege y que me salva» (v. 25.27).

Es muy hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios. Él habla de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es realmente un soliloquio, no habla solo: es el Padre que le dice a Jesús: «Tus amigos, los que te aman, me podrán decir de una manera especial: ”Tú eres mi Padre”» (cf. Jn 14,21). Y, si el Señor piensa y se preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al pueblo fiel es dura; nos lleva al cansancio y a la fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas: desde el cansancio habitual de la tarea apostólica cotidiana hasta el de la enfermedad y la muerte e incluso a la consumación en el martirio.

El cansancio de los sacerdotes… ¿Sabéis cuántas veces pienso en esto: en el cansancio de todos vosotros? Pienso mucho y ruego a menudo, especialmente cuando el cansado soy yo. Rezo por los que trabajáis en medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y muchos en lugares muy abandonados y peligrosos. Y nuestro cansancio, queridos sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al cielo (cf. Sal 140,2; Ap 8,3-4). Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre.

Estén seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y no se fija en nada más. «Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos… ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?», nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cf. Evangelii gaudium, 28,6). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: «No tienen vino».

Sucede también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos pone de pie: «Venid a mí cuando estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede postrarse en adoración, decir: «Basta por hoy, Señor», y claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que se renueva porque, al que ha ungido con óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el Señor también lo unge, «le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos» (Is 61,3).

Tengamos bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro recordar que también somos ovejas. Pueden ayudarnos algunas preguntas a este respecto.

¿Sé descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco descansos más refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el mundo del consumo? ¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí «descanso en el trabajo» o sólo aquel que me da trabajo? ¿Sé pedir ayuda a algún sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para reposarme en sus exigencias —que son suaves y ligeras—, en sus complacencias —a ellos les agrada estar en mi compañía—, en sus intereses y referencias —a ellos sólo les interesa la mayor gloria de Dios—? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del Señor? ¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi defensa, o me confío al Espíritu que me enseña lo que tengo que decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro descanso diciendo: «Sé en Quién me he confiado»(2 Tm 1,12)?

Repasemos un momento las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.

No son tareas fáciles, exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas —construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de fútbol para los jóvenes del Oratorio… —; las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegramos con los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido… Tantas emociones, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido y hasta parece comido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: «Tomad y comed, tomad y bebed…». Y así nuestra vida sacerdotal se va entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios… que siempre cansa.

Quisiera ahora compartir con vosotros algunos cansancios en los que he meditado.

Está el que podemos llamar «el cansancio de la gente, de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros, era agotador —lo dice el evangelio—, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí…, no le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este cansancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja…, pero con sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Nada que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran de lejos y desde arriba (cf. ibíd., 97). Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres… Sí, bien cansados, pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir: «Venid a mí, benditos de mi Padre» (Mt 25,34).

También se da lo que podemos llamar «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla o tergiversarla. Aquí el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal (cf. Evangelii gaudium, 83). El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar: neutralizar el mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la espesura de la iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de cansancio es: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Y por último —para que esta homilia no os canse— está también «el cansancio de uno mismo» (cf. Evangelii gaudium, 277). Es quizás el más peligroso. Porque los otros dos provienen de estar expuestos, de salir de nosotros mismos a ungir y a pelear (somos los que cuidamos). Este cansancio, en cambio, es más auto-referencial; es la desilusión de uno mismo pero no mirada de frente, con la serena alegría del que se descubre pecador y necesitado de perdón: este pide ayuda y va adelante. Se trata del cansancio que da el «querer y no querer», el haberse jugado todo y después añorar los ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de ser otra cosa. A este cansancio, me gusta llamarlo «coquetear con la mundanidad espiritual». Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La palabra del Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio: «Has sufrido, has sido perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo el amor descansa. Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mal.

La imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1): la escena del lavatorio de los pies. Me gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, él se «involucra» con nosotros (cf. Evangelii gaudium, 24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano untuoso que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.

Sabemos que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las llagas de los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo lo hemos seguido, por qué caminos nos metimos buscando a sus ovejas perdidas, tratando de llevar el rebaño a las verdes praderas y a las fuentes tranquilas (cf.ibíd. 270). El Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Eso es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra él las besa, la suciedad del trabajo él la lava.

El seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos sintamos con derecho a estar «alegres», «plenos», «sin temores ni culpas» y nos animemos así a salir e ir «hasta los confines del mundo, a todas las periferias», a llevar esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,21). Y sepamos aprender a estar cansados, pero ¡bien cansados!

Papa Francisco

miércoles, 1 de abril de 2015

MÍERCOLES SANTO


Hoy a las 9 y media tendrá lugar desde la Iglesia Parroquial de la Inmaculada, la Salida en Estación de Penitencia de la Hermandad del Señor de la Humildad.