Reflexión Evangelio del Domingo 20 de Septiembre de 2020. 25º del Tiempo Ordinario.
Así de golpe empieza el oráculo de
Isaías. Quizá resulte sorprendente que invite al Pueblo de Dios a buscar a
Dios, como si se hubieran alejado de él, como si Dios estuviera ausente. Pero
es que en las duras circunstancias en que el profeta hace esta llamada, quiere
hacerles ver que su «imagen» de Dios, los rasgos que le atribuyen, las
expectativas que de él tienen ni son las más convenientes para salir adelante
de su difícil situación en el destierro, ni responden al auténtico rostro de
Dios. Por eso su llamada supone una conversión, un cambio de mentalidad, para
abrirse al Dios que les quiere acompañar en una renovadora experiencia de
Éxodo, de vuelta a su tierra. Los caminos de Dios no son los caminos de su
pueblo. Van por distinta autopista.
Me
parece oportuno reocger aquí lo que decía San Agustín: “Aquel a quien hay que
encontrar está oculto, para que lo busquemos; y es inmenso, para que, después
de hallarlo, lo sigamos buscando”.
Nunca podemos decir que «ya hemos
encontrado a Dios», que ya le conocemos, que ya sabemos definitivamente su
voluntad. Como tampoco podemos decir que «ya tenemos conseguido el amor de
alguien» (menos si ese Alguien es Dios). Porque el amor no es una «cosa» que se
encarga, se compra o se consigue, se tiene, se posee, se controla... sino algo
que hay que sembrar, trabajar y cuidar cada día. Como una viña: al comenzar el
día, a media mañana, a media tarde y al anochecer...
Como puede ser engañoso pensar que «ya
hemos encontrado el sentido de nuestra vida», porque la vida es algo cambiable
e incontrolable, imprevisible, sorprendente, que pide a cada momento que
vayamos reorientando, corrigiendo, adaptando, interpretando, discerniendo lo
que ella nos va trayendo. El sentido de la vida es algo dinámico, en continuo
movimiento. Como la vida misma.
Ni conviene dar por hecho que «yo me conozco muy bien» y ya no es necesario
andar mirándome por dentro, escucharme, sentirme. Hace ya más de veinticinco
siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse
a uno mismo. En el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción
socrática: «conócete a ti mismo». Hasta el último día de tu vida, hasta el
último momento, no podrás decir: me conozco, sé quién soy. Por tanto en tantos
aspectos de la vida y en todas nuestras relaciones personales... hay que estar
siempre buscando, renovando, adaptando.
Isaías lanzó su reto al Pueblo de Dios,
al de entonces y al de ahora: «Buscad al Señor». No asegura que lo encontremos.
Pero hay que buscarlo, porque «se deja encontrar». ¿Tú le buscas? ¿Dónde, cuándo, cómo, y sobre
todo con quién?
Hay quien busca a Dios en la Naturaleza:
ante el mar inmenso, en una elevada montaña, en los prados de su pueblo... Hay
quien le busca con técnicas de meditación y relajación de todo tipo,
practicando el silencio y la contemplación. Hay quien le busca en algunos
lugares especiales: una ermita, una determinada capilla, la inmensidad de una
catedral, un cierto santuario, un rincón lleno de recuerdos... Hay quien le
busca en la belleza y la estética de la música, la danza, la arquitectura, el
arte en general. Hay quien le busca en los ritos y ceremonias especiales, donde
se cuidan los gestos, los inciensos, el órgano, el coro, la solemnidad... Hay quien
le busca en los libros de teología, meditación o devocionales. También la
Ciencia ha sido un camino de búsqueda para algunos...
Pero ninguno de ellos «garantiza» la
experiencia de Dios, el encuentro con el auténtico rostro de Dios.
Además, para el cristiano es muy
relevante «buscar con otros». «Buscad», no simplemente «busca». Es un rasgo
seguro del rostro de Dios su opción y su progresiva revelación por medio de un
pueblo, de una comunidad, de una Iglesia. La fe cristiana es comunitaria: nos
llega por medio de otros, madura con otros, se mantiene viva compartida con
otros. Y también nos ayuda a purificar nuestras obsesiones, limitaciones y
bloqueos en esa búsqueda.
Por otra parte, San Agustín, por propia
experiencia, afirma que aun encontrando, no se termina la búsqueda. Porque
nosotros cambianos, porque la vida cambia, porque la sociedad cambia. Es el
Dios que se esconde para que le sigamos buscando; es el Dios que no nos quiere
acomodados. Es el Dios siempre nuevo y sorprendente, distinto al de ayer,
porque nuestro hoy y lo que yo soy hoy... no es como ayer. Se oculta para que
lo busquemos. La tarea del hombre es buscar y buscar siempre ... Cuando dejamos
de buscar... empezamos a morir.
Pero si los caminos de Dios no son nuestros
caminos, puede ocurrir que por donde caminamos pretendiendo encontrarlo... no
es el mismo camino porque el que anda Dios. Hay estilos de vida, actitudes,
costumbres, ideas, ideologías que bloquean, impiden el encuentro con Dios. El individualismo, el egoísmo, la falta de
compromiso por construir un mundo más justo, menos contaminado, más fraterno;
la superficialidad, la falta de silencio, el no saber valorar y agradecer... Al
Dios de Jesús se le encuentra entre los débiles, los pobres, los necesitados,
los marginados... y no en lugares (o grupos) cómodos, seguros, protegidos, ala
defensiva... Lo diremos mejor con las mismas palabras de San Pablo: «Lo importante es que vosotros llevéis una
vida digna del Evangelio de Cristo».
El contexto de esta frase importa, para
comprender su significado. Pablo se encuentra en la cárcel, cansado, le
empiezan a pesar los años, y su «cuerpo» le pide ya dejar la tarea apostólica y
prepararse para el encuentro definitivo con el Señor. Es lo que más le apetece.
Aunque depende en buena medida del juez que lo libere o le condene. Pues bien,
en ese contexto no «elige» lo que le pide el cuerpo, sino que Cristo sea
glorificado, pase lo que pase. El dilema entre su propio bienestar y el
servicio a las comunidades cristianas a las que tiene que seguir educando y
acompañando, se resuelve por lo segundo: quedarse con ellos y seguir. «Para mí
vivir es Cristo», podríamos traducirlo también: "para mí vivir es
entregarme a vosotros como hizo Cristo". Ya se nota que conocía bien a su
Señor. Y una vida digna del Evangelio de Cristo es aquella en que nos
convertimos en Buena Noticia (Evangelio) con nuestra entrega diaria hasta el
final.
La parábola del Evangelio nos aporta
algunas luces importantes para conocer y experimentar al Dios que buscamos:
- Es más bien el
propio Dios quien sale a buscarnos. Quiero contar con nosotros. Me busca él. Y
es él quien decide a qué hora me llama.
- Nos invita a trabajar
en su viña (el mundo, el Reino). Esta viña tiene que ser importante para
nosotros. Para aquellos trabajadores de las primeras horas, la viña no
importaba nada: les importaba «lo suyo». Y se sentían con más derechos que los
demás.
- Conviene ser
conscientes de quién nos llama, y procurar sintonizar y vibrar con él, con su
sorprendente rostro, con su preocupación de que a nadie le falte lo necesario,
aunque haya trabajado poco. Trabajar para quien nos ha invitado a su viña
significa dejarse transformar por él, parecerse a él. Siempre me ha estremecido
esta oración de Claret: «Guárdame, no sea que anunciando a otros el Evangelio,
quede yo excluido del Reino». En otra de sus parábolas Jesús afirma que los
trabajadores... acabaron expulsados de su viña.
Cuando olvidamos todo esto...
estamos presentando un falso rostro de Dios. Y se hará expecialmente urgente
"salir a buscarlo".
Busquemos. Juntos. Contamos con
la ayuda del Espíritu de Dios. Dejemos que Dios nos busque y vayamos a su viña.
Enrique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf