Si tu hermano... has salvado a tu hermano. Al
leer estas palabras del Evangelio, me ha venido a la cabeza la parábola del
hijo pródigo, cuando el hijo/hermano mayor, hablando con su padre, se refiere
al pequeño como «ese hijo tuyo». Como cuando el hijo de cualquier familia ha
hecho algo indebido, y uno de los padres se dirige al otro diciendo: «tu
hijo...», como si fuera sólo «hijo del otro» y no propio. Cuando alguien
comienza una frase así «ese hijo tuyo».... ya se sabe que lo que sigue no son
alabanzas ni parabienes. Por eso, lo primero que responde el padre de aquella
parábola al reproche de ese hijo mayor obediente, intachable y.... ¡también
bastante desagradable! es: «tu hermano...».
Nos gusta mucho estar en casa
como «hijos únicos», sentirnos dueños de la casa, y con derechos adquiridos
sobre el padre y su herencia... y el «hermano» que vuelve me estorba, y no
pocas veces el que está en casa, que no se ha ido, también. Esto que podría
llamarse el «síndrome del hijo único», el que no quiere reconocer en el otro a
un hermano, y tiene una buena lista de razones para distanciarse de él... es
tan viejo como Caín. Ya recordáis que Yahweh le preguntaba por su hermano, y
aquél le respondía: "¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?"
Esta palabra «hermano» me da
mucho que pensar. Con frecuencia los predicadores se dirigen a los fieles con
estas palabras: «Queridos hermanos» (incluso «queridísimos»). A mí sinceramente
no me sale. Y no porque no quiera a las personas, y a bastantes las sienta como
hermanas, pero es que decir en general «queridos» a personas que desconozco del
todo, y «hermanos» a personas con las que ni siquiera me he saludado alguna
vez... me parece un poco vacío, o desgastar de contenido palabras muy valiosas.
Aunque quizá podría servirme para recordar que tengo/tenemos/hay... en nuestra
Iglesia y en nuestras iglesias.... una tarea pendiente: vivirnos como hermanos,
que el otro me importe y me implique como un auténtico hermano.
Nuestra cultura individualista e
insolidaria (y cada vez lo es más), así como el peso de cultural de los últimos
siglos... nos empujan a vivir la fe como un asunto privado, individualista, por
muchos padres «nuestros» que recemos. La Reforma Litúrgica del Concilio
Vaticano II quiso remar contracorriente de esta mentalidad. Por ejemplo quitó
de en medio esa poco afortunada oración «Señor mío Jesucristo», donde el dolor
de los pecados viene de que «podéis castigarme con las penas del infierno», y
la sustituyó por otra en la que confesamos «ante Dios todopoderoso y ante
vosotros hermanos que he pecado mucho», por eso ruego a Santa María, los
ángeles, los santos, y a VOSOTROS HERMANOS, que intercedáis por mí». Importante
afirmación, en línea con las lecturas de hoy: La conversión personal necesita
de la intercesión, mediación, ayuda, de los hermanos (¡y de todos los santos
del cielo!): yo solo poco puedo conseguir.
Insisto: mi conversión, mi lucha con el pecado, el perdón que Dios me ofrece por mi arrepentimiento depende en parte de «vosotros hermanos», de que recéis por mí, de que me ayudéis. Como también pedimos en plural, comunitariamente: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo... ten piedad de NOSOTROS. Por no olvidar el «perdónanos... como nosotros perdonamos»...
Sin embargo nos sigue ocurriendo
lo de aquel fariseo de la parábola, que a pesar de que estaba nada menos que en
el Santo Templo hablando con Dios, miraba de reojo al que estaba bastante más
atrás, con evidente desprecio y sentimiento de superioridad, juzgándolo, y
condenándolo (incluso con razones teológicas: ¡era un publicano!)... sin
sentirse para nada afectado o implicado por su suerte, por su condición. No se
le ocurre acercarse, interesarse, ofrecerle alguna palabra de ánimo o
misericordia, ¡lo que sea! Aquel fariseo había privatizado a Dios y lo tenía
ganado en exclusiva gracias a su comportamiento impecable. Al menos es lo que
él se creía, porque dice Jesús que «ni fue escuchado en su oración».
Demasiadas veces eso que llamamos
«comunidad» lo hemos convertido en una especie de autoservicio para cubrir mis
necesidades personales, sin poner de nuestra parte lo que podamos para que sea
una auténtica familia con relaciones cercanas, en donde nos interesemos por el
otro. Desconocemos los nombres de los que viven la fe con nosotros, sentados
cerca en la misma iglesia y en la misma misa, y con los que nos ponemos en la
misma fila para ir a comulgar. Y no es nada raro que los fieles desconozcan el
nombre de sus pastores: quién celebra esa misa a la que suelen venir, o quién
les confiesa, o les lleva la comunión a casa, o... Nos sentamos en los bancos
de la iglesia separados, a distancia (bueno, ahora es obligatorio por
cuestiones sanitarias). Algunos evitan dar la paz (ya antes de que hubiera
coronavirus) al de al lado, y más si tienen que desplazarse un poco para hacer
ese gesto de reconciliación fraterna.
También algunos, bastantes, ¡no
todos! (no es justo generalizar ni exagerar) rezan «para dentro», casi ni se
les oye, sin darse cuenta que la oración litúrgica es de una asamblea que ora
«a una sola voz», unánimes.
Debiera ser lo más natural estar
al tanto de las necesidades (de Cáritas, pastorales, etc), los proyectos, las
actividades programadas, las cuentas de su «comunidad cristiana». Aportar,
sugerir, revisar, proponer... incluso exigir cuando esas cosas faltan. Pero
también felicitar, agradecer... algunos sólo se hacen notar cuando algo les
desagrada. ¿Cómo debiera ser una comunidad de hermanos, tal como la soñó Jesús,
tal como eran las primeras comunidades cristianas?
Pues encuentro chispazos de luz
para responder a esa peregunta... cuando algún «hermano» (aquí sí me sale la
palabra) se te acerca y te dice: «reza por mí que lo estoy pasando mal; tenme
presente en la Eucaristía para que el Señor me ayude a tomar una decisión».
Qué bien me siento cuando alguien
se ofrece: si algún sin-papeles necesita ayuda, yo quizá podría echarle una
mano...
Qué bien me hace cuando alguna
persona (un «hermano») te dice: si hay por la zona alguna persona mayor muy
sola que necesite alguna ayuda o compañía (gratis, claro), yo estoy disponible.
Recuerdo a cierto «hermano» que
me decía: si hay alguna persona auténticamente necesitada de comida, me la
envía a mi Supermercado, y le lleno el carro con productos que en pocos días
acabarán en la basura, pero que aún están bien.
Padre, si quiere mandarme algún
necesitado al bar... un bocata y un café no le van a faltar. Hágalo con toda
confianza...
Me ofrezco a pagar los libros del
colegio de alguna familia con dificultades económicas...
Cuando esto no es así, cuando
estos casos son más bien excepciones, lo de la «corrección fraterna» se vuelve
misión imposible. Porque la corrección ha de ser «fraterna». El mensaje de
Jesús y del Profeta Ezequiel subrayan con claridad que si mi «hermano» anda
perdido, me tiene que preocupar, me tiene que doler, me tengo que sentir urgido
a «ganármelo» (mejor traducido que «salvarlo», según el texto litúrgico) como
sea.
No me puedo reunir "en el
nombre del Señor", sin hacer mía su inquietud por la oveja que se perdió,
por el hijo que no está en casa... No podemos celebrar auténticamente la
Eucaristía, sacramento de la fraternidad/unidad, si no hay experiencia de
fraternidad, de "comunión", y
la cosa queda reducida a «oír» o «asistir a misa». "Sabrán que sois mis
discípulos por el amor que os tenéis unos a otros". No por abarrotar un
templo, o seguir escrupulosamente los ritos litúrgicos, o...
Considero que una de las tareas
más urgentes de nuestra Iglesia (diócesis, parroquias, etc) es buscar medios y
gastar todas las energías necesarias para que seamos comunidades de hermanos,
que digan algo significativo a esta generación tan sedienta y necesitada de
ternura, cercanía y comunicación profunda. "MIrad cómo se aman, se ayudan,
comparten, se apoyan, se acompañan, disciernen juntos... Luego ya vendrá el
plantearnos como hacer una corrección «fraterna».
Enrique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf
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