Reflexión Evangelio del Domingo 13 de Septiembre de 2020. 24º del Tiempo Ordinario.
Después de una lectura reposada del Evangelio de hoy, he sentido la necesidad de mirar para adentro de mí mismo y fijarme con calma en con quiénes me sentía yo distanciado u ofendido, herido, incómodo, molesto... y por qué. Y había más nombres de lo que a primera vista se me habría ocurrido pensar. He preferido centrarme en cuándo me había sentido últimamente ofendido, por quién y qué efectos y reacciones había producía esa situación en mí. Unas habían tenido un final «feliz», pero otras... ahí seguían enquistadas.
Sé de sobra que buena parte de
los conflictos, incomprensiones, enfados y malos rollos que ocurren en medio de
la convivencia cotidiana se deben a falta de comprensión (ponerse en la
situación del otro) y de comunicación.
En algunas ocasiones me he
sentido juzgado y sentenciado, sin que me preguntaran nada, sin intentar
aclarar sus impresiones. Lo tenían claro y ya está. (Supongo que a mí me habrá
pasado los mismo). Me sentí mal al pensar que no tenían mucho interés en dialogar
y quizás comprender mis razones y sentimientos: la «sentencia» estaba ya
puesta. Y tampoco partió de mí la iniciativa de dar alguna explicación. No tuve
fuerzas.
Otras veces la tensión y las
mañas palabras, y el dejarme a un lado, pasando de mí... Fue la consecuencia de que alguna de mis
decisiones, opiniones o comportamientos no eran compartido, no estaban de
acuerdo conmigo. Es verdad que los de mi tierra (los aragoneses) decimos que
«siempre tenemos razón»... pero también es cierto que los de mi tierra y los de
todas las tierras no hemos nacido sabiendo buscar puntos algún punto de
acuerdo, o el procurar tomarnos un respiro para considerar los puntos de vista
del otro con ánimo más sereno...
Cuando más duele es al sentirnos
defraudados por aquellos que más te importan, de quienes esperabas un apoyo, un
detalle, una llamada, un gesto... Y resultó que no. Esperábamos de ellos otra
cosa. Debieran saber que... podían imaginar que... lo lógico era que... Pero
resultó que no.
• Cuando ocurren estas situaciones, una
primera tentación/reacción es el aislamiento. Se mete uno en su torre y echa
los siete candados. Como si te dijeras por dentro: - Pues no quiero saber nada
de ellos, no vuelvo a contar con ellos, no vuelvo a abrir la boca, que luego no
me vengan a pedirme que...
• Una segunda tentación tiene que ver
con rebuscar en el baúl de los recuerdos razones para el reprochar y el
enfadarse. Tiramos de sus errores, defectos y limitaciones como para decirnos
por dentro (y tal vez hasta lo soltemos hacia afuera): ¡Pues anda que tú!...
• Una tercera tentación es la violencia o
agresividad. Uno se muestra maleducado, irónico, borde o distante,
malhablado... y se enroca y ataca, y hiere, y exagera... Por otro lado, no es
raro que ese malestar interior lo paguen otros que nada tienen que ver con el
asunto.
El resultado de todo ello es...
que te vas sintiendo cada vez peor. Y se encuentra uno con el pasaje evangélico
de hoy... y toca poner en marcha la dinámica del perdón. No es nada fácil. Pero
no hay alternativa.
Pedir perdón puede significar que
reconoces tu error, reconocerse limitado, de barro, y querer confiar de nuevo
en el otro... aunque sin saber cómo reaccionará cuando me acerque humildemente.
Lo mismo no quiere. El perdón es una decisión personal, pero reconciliarse es
cosa de dos. Puede suponer reconocer que el otro tenía razón. Pero no siempre.
Porque quizá yo tuviera razón (o parte de razón), aunque mis «modos» de
expresarme no fueron los adecuados.
Pedir perdón no significa decir
que «lo que me has hecho no tiene ninguna importancia».
Pedir perdón no quiere decir que
automáticamente se cierren las heridas, que aquí no ha pasado nada y que ya
está todo aclarado y ya eres de nuevo mi hermano del alma. Algunas veces se
necesita algo de tiempo, puede que mucho. No por echar agua oxigenada en una
herida, ésta se cura de golpe. Las cicatrices exigen paciencia y cuidados. Tal
vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes. Es posible que los problemas
sigan ahí. Pero no por eso hay que pensar que el perdón sea falso o incompleto.
Pedir perdón, según las lecturas
de hoy, significa negarse a que los comportamientos de los demás provoquen en
mí actitudes y comportamientos que me hacen daño. Porque entonces me han
vencido. No les voy a devolver «lo que se merecen». No.
Pedir perdón no es un acto de
debilidad o de rendición, sino un acto de fuerza. Porque me enfrento con todo
aquello que quiero arrancar de mí, y porque decido tratar a los otros de manera
nueva, constructiva, diferente a como he sentido yo tratado.
Y sobre todo pedir perdón es la
consecuencia de haber experimentado yo mismo el perdón. Es decir, verme acogido
y querido a pesar de mis errores y limitaciones, y dejándome la posibilidad de
que cambie lo que sea, si es que soy capaz.
Esto es algo que nos hace
experimentar Dios cada vez que somos sinceros con nosotros mismos, y como un
pobre, sin poderlo exigir, solicitamos a Dios que espere, que ya cambiaremos,
que nos hemos propuesto ser mejores... y él nos dice: ¡Deuda cancelada! ¡Se
acabó! Empieza de nuevo y no te acuerdes más de todo eso que tanto de duele y
avergüenza. Y por eso mismo nos vemos capaces de hacerlo experimentar a otros.
El perdón se convierte en una dinámica contagiosa cuando nosotros procuramos
acoger, comprender y acompañar al otro a pesar de todo... simplemente porque lo
queremos y es nuestro hermano. Y porque lo han hecho también conmigo.
Seguramente nos falta
experimentar con más frecuencia el perdón de Dios, para sentirnos con más
necesidad de perdonar. Los fariseos eran tan perfectos y autoexigentes que eran
incapaces de compasión y misericordia. Don Perfecto siempre machaca a los
Imperfectos. Y don Perfecto siempre está cegato, porque Perfecto sólo es Dios.
Y esa perfección le hace misericordioso.
Tal vez debiéramos procurar
repartir generosamente nuestro perdón, para que nos sintamos más reconciliados
e instrumentos de reconciliación y de paz. El mundo necesita perdón,
reconciliación, encuentro, diálogo. Y los discípulos de Jesús debemos hacerlo
más que nadie. Empezando por la propia familia, que a veces es lo más difícil.
Enrique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf
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