Reflexión Homilética para el Domingo 22 de Marzo de 20202. 4º de Cuaresma.
El evangelio de hoy cuenta una historia
larga y preciosa. Da para hablar y comentar mucho: las actitudes de los
diversos personajes, identificarnos con unos y con otros, etc. Pero nos vamos a
centrar en la relación entre el ciego y Jesús. Si dejamos de lado todas las
discusiones y diálogos posteriores al milagro, el relato del milagro en cuanto
tal es brevísimo. Jesús se acerca al ciego –no se dice que el ciego haya
solicitado su curación, simplemente estaba allí y Jesús lo vio–, escupe en
tierra, hace barro con la saliva, se lo unta en los ojos y le dice que se vaya
a lavar. El ciego obedece y recobra la vista. Luego viene toda la discusión
entre los conocidos, la familia, los fariseos y el ciego. Jesús prácticamente
desaparece del relato. Hasta que al final se encuentra de nuevo con el ciego,
expulsado de la sinagoga simplemente por contar lo que le había sucedido, y le
invita a creer en él.
Atención al método de curación. Jesús
unta barro en los ojos del ciego. Es como si Jesús llevase al ciego a una mayor
confusión todavía. En realidad el ciego vivía tranquilo y contento en su
situación. No pide a Jesús que le cure. Simplemente está allí cuando Jesús
pasa. Podemos pensar que si era ciego de nacimiento, no sentiría ninguna
necesidad de ver. ¿Para qué? Su mundo había sido siempre oscuro. No conocía la
luz. No sentía necesidad de ella. Quizá ni siquiera tenía conciencia de tener
ojos.
Jesús le hace tomar conciencia de su
realidad. El barro en los ojos le tuvo que doler al ciego. Le hizo sentir que
tenía ojos. ¿No es verdad que el dolor en una parte del cuerpo nos hace sentir
esa parte de una forma especial? Algo así le pasó al ciego. Luego vino la
instrucción. “Vete a lavarte”. “Lavarme, ¿qué?”, pensaría el ciego. Pero fue y,
al lavarse, descubrió por primera vez lo que era la vista. Descubrió el mundo.
Se descubrió a sí mismo.
Su existencia tranquila se complicó
muchísimo. De repente entró en conflicto con sus conocidos, con su mundo. Los
fariseos le terminaron expulsando de la sinagoga y sus mismos familiares no
querían saber mucho de él. Al final, se encuentra con Jesús y, con su vista
recién ganada, reconoce al salvador. “Creo, Señor”. Y se postró ante él.
A mitad de la Cuaresma, el Evangelio nos
dice que Jesús es la luz del mundo. Es nuestra luz. Nos hace ver la realidad de
nuestra vida. Nos saca de la oscuridad en la que nos sentimos cómodos. Nos
descubre lo que nos gustaría dejar oculto. Nos hace enfrentarnos con nuestra
realidad. A la vez y sobre todo, nos muestra la luz, nos enseña que más allá de
la oscuridad hay un mundo mejor y más bello, hecho de fraternidad y reino. Y
nos desafía a dar una respuesta. ¿Quién se anima a abrir así los ojos?
D. Fernando Torres CMF
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