Reflexión Homilética para el Domingo 2 de Febrero de 2020.
Festividad de la Presentación de Jesús en el Templo
Las tres lecturas de este domingo tienen
un mensaje común: el Evangelio no es para los poderosos, para los orgullosos,
sino para los humildes, para los que se saben pequeños. Es un mensaje que
contradice lo que vivimos en nuestra sociedad. De ésta recibimos exactamente el
mensaje contrario: sólo siendo fuertes podremos sobrevivir. La historia parece
dar razón a esta forma de pensar. Sólo los poderosos parecen haber pasado a la
historia. Los débiles han sido borrados. Simplemente no existen. Los medios de
comunicación no hablan de ellos.
Pero, ¿viven realmente los poderosos?
¿Nos defienden las riquezas y las armas de lo que nos amenaza? Precisamente, la
historia reciente nos demuestra lo contrario. Hemos descubierto que hasta los
países más poderosos y ricos son vulnerables. Que nuestro poder no nos libra
del peligro. O que más bien nos expone mucho más a él. Nuestra sociedad
desarrollada, tan poderosa, en algún sentido la más poderosa de la historia, ha
atraído hacia ella las envidias y los odios de muchos pueblos. Y la búsqueda
obsesiva de la seguridad no ha conseguido librarnos de la amenaza.
Jesús nos propone otra forma de vivir.
Cuando proclama las bienaventuranzas, Jesús hace la más radical revolución de
nuestra historia. Tan radical que nos cuesta vitalmente aceptarla. Tan radical
que dos mil años de historia del cristianismo no ha logrado llevar a la
práctica ese mensaje radical. Porque Jesús nos dice que los bienaventurados,
los felices, los que viven bien, en el mejor sentido de la palabra, son los
pobres, los que sufren, los que tienen hambre, los sencillos, los que siguen
creyendo en la justicia, en la misericordia.
San Pablo remacha ese mensaje,
invitándonos a mirar a nuestra asamblea, a nuestra comunidad. No está formada
por poderosos ni aristócratas, ni poderosos. Independientemente del dinero que
tengan algunos de nosotros, por debajo de las apariencias, somos personas
normales, con sentimientos, con dolores, con pobrezas. Somos vulnerables aunque
a veces pretendamos aparecer como fuertes e inalcanzables.
Entonces, ¿dónde está nuestro poder? Pues
precisamente en esa debilidad reconocida y aceptada, porque sólo de ahí puede
nacer la verdadera solidaridad, el amor comunitario, la caridad fraterna que
nos proporcionará la verdadera seguridad. Cuando seamos capaces de amar, de ser
misericordiosos sin límite, de quitarnos las corazas en que nos envolvemos,
entonces viviremos auténticamente en el Reino de los Cielos.
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