Reflexión Homilética para el Domingo 23 de Febrero de 2020. 7º del Tiempo Ordinario.
En el evangelio de hoy, el Sermón de la
Montaña llega a su plenitud, a su culmen. Después de hablar de la ley, de como
debemos ir más allá de la letra para cumplirla radicalmente, nos muestra lo que
es el centro de la ley: el amor. Lo que Jesús dice de palabra es también la
norma de su vida. Y, al vivirlo, nos revela a Dios, su Padre, que no es otra
cosa más que amor.
El amor que Jesús nos invita a vivir como
la ley fundamental de nuestra vida es universal. Llega a todos sin excepción. A
los amigos (¿quién no ama a los amigos?) y a los enemigos (eso ya es un poco
más difícil). Es un amor concreto. Jesús pone ejemplos que llegan a nuestra
vida diaria. Para empezar, declara inválida aquella norma tantas veces repetida
de “ojo por ojo y diente por diente”. Desgraciadamente son muchos los que la
siguen aplicando sin temblar. De esa manera, la violencia nunca se detiene. Y
todos tienen alguna razón para seguir vengándose de los que les han hecho mal.
Es como una espiral que siempre crece. Es lo que venimos haciendo en la
humanidad desde hace siglos y lo que único que hemos conseguido ha sido
empantanar nuestra historia con sangre y guerras.
Jesús propone una salida para ese
laberinto en el que estamos perdidos. Nos dice que amar es perdonar. Ya no
caben rencores ni venganzas. Al perdonar se rompe la espiral del odio. El otro,
el que nos ha ofendido porque se había sentido ofendido por nosotros, ya no
tiene ninguna razón para seguir guardando rencor ni para vengarse porque no ha
recibido ninguna respuesta a su rencor ni a su venganza. Es como si Jesús
quitará la espoleta a la bomba o como si cortase la mecha que une los petardos
que están unidos unos a otros. La mecha se apaga y ya no hay más explosiones.
Sin espoleta la bomba ya no explota ni destroza ni mata.
Hay que ser muy fuertes para escuchar el
mensaje de Jesús con el corazón abierto y más fuertes todavía para llevarlo a
la práctica. Hay que ser muy fuertes para dejar la provocación sin respuesta.
Hay que ser mucho más fuertes para hacer eso que para responder con más
violencia.
La segunda lectura nos dice que el
Espíritu habita en nosotros. Quizá sea esa la fuerza que nos ayude a perdonar
como Dios nos perdona, a amar como Dios ama, a no dejar que los rencores nos
llenen el corazón de amargura (en el fondo rencores y odios nos hacen tanto o
más mal a nosotros que a los que odiamos). El Espíritu de Dios está en nosotros
y, si nos dejamos llevar por él, encontraremos la fuerza para amar y perdonar
en el día a día de nuestras vidas.
Fernando Torres cmf
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