Reflexión Homilética para el Domingo 19 de Enero de 2020. 2º del Tiempo Ordinario
La segunda lectura tomada de la primera
de Corintios nos da hoy la clave para comprender la Palabra de Dios. Nos dice
Pablo que escribe su carta “a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo
que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de
Jesucristo”. Eso es exactamente lo que ha hecho de nosotros el bautismo: un
pueblo santo, un pueblo de consagrados.
¿Por qué? Porque en el bautismo nos hemos
hecho uno con Jesús, su vida se ha hecho nuestra. Y él es el consagrado del
Padre. Para entender quién es Jesús, y nosotros al habernos bautizado con él,
nos sirven la primera lectura del profeta Isaías: “Tú eres mi siervo”, “Te hago
luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra”
y el Evangelio en el que Juan el Bautista da testimonio de Jesús: “Este es el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Juan vio como el Espíritu
descendía sobre Jesús y se dio cuenta de que Jesús era “el que ha de bautizar
en el Espíritu Santo” y da testimonio de que “es el Hijo de Dios”.
Jesús es el elegido de Dios para traer la
salvación a todos los pueblos. El amor y el perdón de Dios no se destinan de
forma exclusiva a una raza, a un pueblo o a una cultura. Es para todos sin
excepción. Para esa misión, Jesús está ungido por el Espíritu Santo, por el
Espíritu de Dios. Ese Espíritu es el que le convierte en Hijo de Dios. Esa
misión se centra en el perdón de los pecados, en la reconciliación, que abre
las puertas a una vida más plena. Jesús nos invita a la conversión porque en él
tenemos una oportunidad real de comenzar una nueva vida.
Al ser bautizados en Jesús, somos
incorporados a él. Por eso, podemos decir con seguridad que somos un pueblo
santo, que estamos llenos del Espíritu Santo y que tenemos la misión de ofrecer
el amor y la salvación de Dios a todos los que nos rodean. Porque ese amor de
Dios no es para nosotros en exclusiva. Es para todos. Sería bueno que nos
mirásemos unos a otros. En los bancos de nuestra iglesia vemos gente normal.
¿Seguro? Sí, gente normal, pero también “pueblo santo”, “pueblo consagrado”,
“testigos del amor de Dios en medio del mundo”. Cuando salimos cada domingo de
la misa, debemos saber que se nos ha dado la misión de ser testigos del amor de
Dios. La gracia y la paz de Dios están con nosotros. Su Espíritu nos llena. Hoy
es tiempo de levantar la cabeza y sentirnos orgullosos de lo que somos. Somos
el pueblo de Dios y tenemos una misión que cumplir: mostrar al mundo con
nuestra vida, con nuestra forma de ser, actuar y hablar, que Dios está con
nosotros y que nos ama, que no hay pecado que no merezca el perdón, que Dios
siempre nos espera para devolvernos la vida y que este mensaje es para toda la
humanidad.
Fernando Torres cmf
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