Reflexión Homilética para el Domingo 5 de Enero de 2020. 2º después de Navidad
El nacimiento de Jesús es clave en
nuestra fe. No se trata sólo del nacimiento de un profeta. Ni siquiera del
nacimiento de un Mesías salvador. Afirmamos que en Jesús Dios se encarnó, Dios
se hizo carne. Toda la parafernalia de luces, celebraciones, regalos y
consumismo de estos días se monta en torno a ese hecho tan sencillo como
profundo en significado para la historia de la humanidad y para las relaciones
de las personas entre sí: en aquel niño que nació en Belén, en un pesebre, hijo
de María y José, está presente Dios mismo. Nuestro mundo celebra, aunque muchos
sin saberlo conscientemente, la alegría mas profunda, auténtica y verdadera
posible: Dios se ha hecho uno de nosotros y ha asumido nuestra carne con todas
sus consecuencias. Nada en el mundo ha sido igual desde aquel momento. Jesús,
Dios encarnado, significa un cambio radical en nuestra historia, una novedad
tan absoluta que nada puede ser ya como antes.
En la Iglesia decimos desde hace siglos
que hay siete sacramentos. Un sacramento es un lugar de encuentro con Dios, es
una celebración, momento, ocasión, en la que la acción de Dios se hace visible,
tangible, concreta en nuestras vidas y en nuestra historia. El sacramento se
realiza siempre a través de un símbolo concreto. En el Bautismo es el agua, en
la Confirmación el óleo, en la Eucaristía el pan y el vino. Pero todos esos
sacramentos provienen de una fuente original. Esa fuente no es otra que
Jesucristo. Él es el lugar primordial del encuentro con Dios. En él la
humanidad se encuentra con Dios porque en él Dios ha asumido nuestra carne.
Cuando miramos a Jesús, en su carne vemos a Dios. En él Dios se nos ha hecho
visible. A Dios nadie le ha visto nunca. Sólo en Jesús se nos transparenta.
Jesús es la revelación del Dios que viene a nuestro encuentro para salvarnos.
Este primer sacramento tiene
consecuencias importantes. Si Dios ha elegido esta carne nuestra para
revelarse, entonces es que nuestra carne, nuestro cuerpo, se convierte en un
espacio sagrado. La vida, en todas sus formas y expresiones, es lugar de
manifestación de Dios, es lugar de encuentro con Dios. La vida, el cuerpo, de
nuestros hermanos y hermanas es lugar de presencia de Dios. Ellos son para
nosotros sacramentos del encuentro con Dios. Mi relación con los demás, hombres
y mujeres de cualquier raza y condición, ya no es la misma. En Jesús, ellos se
han convertido en retratos multidimensionales del amor de Dios, de su presencia
salvadora. En ellos me encuentro con Dios. Por eso el respeto y el amor son la
única forma posible de relacionarme con ellos. Ellos son cuerpo de Dios –y yo
también y por eso he de respetarme igualmente–. En Jesús recién nacido
descubrimos que nuestro cuerpo es sacramento de Dios.
Fernando Torres CMF
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