Reflexión Homilética para el Domingo 10 de Noviembre de 2019. 32º del Tiempo Ordinario.
“Tú, malvado, nos arrancas la vida presente; pero, cuando
hayamos muerto por su ley, el rey del universo nos resucitará para una vida
eterna”. Así interpela al rey Antíoco IV Epífanes uno de los siete hermanos que
fueron condenados a muerte por aquel tirano que pretendía hacerlos renegar de
su fe (2 Mac 7,1-2.9-14).
Como se ve, el texto contiene varias contraposiciones. Por
un lado aparece un rey temporal, mientras que el joven pone su confianza en el
Rey celestial. El primero impone un decreto de muerte, mientras que Dios ofrece
su ley de vida. Antíoco condena a muerte a los creyentes, pero el Señor
resucita a sus fieles para la vida
eterna.
En el salmo 16 esa certeza se manifiesta como una confesión
de fe y un grito de esperanza: “A la sombra de tus alas escóndeme. Yo con mi
apelacion vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu sembante”.
Y, por otra parte, san Pablo recuerda a los fieles de
Tesalónica que el Padre nos ha amado y nos ha regalado un consuelo permanente y
una gran esperanza. Amar a Dios y esperar en Cristo: esa es la respuesta del
creyente (2 Tes 2,15-3.5).
LA MUERTE Y LA VIDA
El evangelio de este domingo 32 del tiempo ordinario retoma
la idea de la resurreción, tan discutida en tiempos de Jesús. Sabemos que los
fariseos la admitían. Y también la admitía Marta, la hermana de Lázaro. Pero, a
pesar de que ya había entrado en la conciencia del pueblo en la época de los Macabeos,
los saduceos seguían rechazándola.
Pues bien, unos saduceos se acercan a Jesús y le cuentan la
leyenda de una mujer que había tenido siete maridos. Su relato recuerda lo que
se atribuía a Sara, la joven destinada a convertirse en la esposa de Tobías
(Tob 7,11). Los saduceos preguntan cuál de aquellos hombres sería el verdadero
esposo de la mujer que se había casado con todos ellos.
Jesús responde afirmando que la vida temporal está
condicionada por la muerte. La caducidad
humana impone la reproducción. Pero en la vida futura, libre ya de la muerte,
no es necesario el matrimonio. “Los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos no se casarán, pues ya no pueden morir, son como ángeles”.
Es más, Jesús añade que “son hijos de Dios porque participan
en la resurrección”. Por tanto, parece que el ser hijos de Dios no es un punto
de partida, sino el final de un camino de fe, de esperanza y de amor.
DIOS DE VIVOS
Pero ¿cómo puede explicar Jesús esta convicción a los que
están acostumbrados a leer las Escrituras? Imitando las discusiones habituales
entre ellos, Jesús afirma que la fe en la resurrección se apoya en los relatos
sobre los antiguos patriarcas. Basta recordar que Dios es el Señor de Abrahán,
de Isaac y de Jacob. De esa memoria colectiva se deducen dos certezas:
“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. La afirmación
sobre el destino del hombre depende de la afirmación sobre Dios. Dios nos ha
creado para la vida. Para esa vida que brota de él y que ha de culminar en él.
Sin embargo, la pregunta sobre lo que el hombre es y lo que va a ser de él
difícilmente se podrá responder si se ignora a Dios.
“Para Dios todos están vivos”. Conocemos los ritos
funerarios de muchas culturas antiguas y actuales. En todos ellos se refleja el
amor que une a los vivos con sus difuntos. Si amamos a una persona deseamos
mantenerla en vida. La fe nos dice que Dios es amor. Nos ha creado por amor y
su amor nos mantiene en vida para siempre junto a él.
Padre nuestro que estás en el cielo, somos conscientes de
que vivimos sumergidos en una “cultura de la muerte”. Pero hemos de reconocer
que amamos la vida y amamos a los que nos la han transmitido. Es más, todos
aspiramos a permanecer vivos, de una forma o de otra, mas allá de la muerte. En
ti esperamos y en tu amor confiamos. Alentados por la palabra de Jesús y
siguiendo su ejemplo, en tus manos encomendamos nuestro espíritu. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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