Reflexión Homilética para el Domingo 23 de Septiembre. 25º del Tiempo Ordinario, B.
“Acechemos al justo, que nos
resulta incómodo”. Así se confabulan los impíos para denunciar a quien, con su
sola presencia, les echa en cara su impiedad. Esa actitud recogida por el libro
de la Sabiduría (Sap 2,17-20), se ha repetido en el martirio del sacerdote Pino
Puglisi, al que ha recordado recientemente el papa Francisco en la ciudad de
Palermo.
Quien trata de vivir con honradez
y coherencia, recibe acusaciones, calumnias y marginación, por parte de la
mafia o de sus propios compañeros. El texto bíblico menciona tres acusaciones
que se lanzan contra quien vive con rectitud: “Se opone a nuestras acciones,
nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada”.
El salmo responsorial recoge la
oración del perseguido: “Oh Dios, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu
poder … porque unos insolentes se alzan contra mí” (Sal 53).
En la misma línea se colocan las
advertencias que se nos transmiten en la carta de Santiago. Frente a las
envidias y rivalidades del entorno, “los que procuran la paz, están sembrando
la paz y su fruto es la justicia” (Sant 3,18).
LA MUERTE Y EL PRESTIGIO
Las acusaciones contra el justo,
que recoge el libro de la Sabiduría encuentran un eco en las palabras con las
que Jesús anuncia su propia muerte a los discípulos: “El Hijo del hombre va a
ser entregado en manos de los hombres y lo matarán, y después de muerto, a los
tres días resucitará” (Mc 9, 31). El relato parece jugar con las
contraposiciones:
Jesús es muy consciente de que
habrá de afrontar la muerte en Jerusalén y que después resucitará. Sin embargo,
los discípulos que le siguen por los caminos no entienden de qué les está
hablando. Es más, les da miedo pedirle una explicación.
En realidad, el evangelio sugiere
que los discípulos no han llegado a aprender la principal lección de su
Maestro. Jesús habla de su próxima muerte, mientras que ellos se entretienen en
discutir quién de ellos es el más importante.
El que es la Palabra, también a
nosotros nos pregunta qué es lo que nos preocupa mientras vamos “de camino”.
Lamentablemente, a su palabra solo podemos responder con un silencio
avergonzado, porque solo nos importa nuestro prestigio personal.
EL SIGNO DE LA ACOGIDA
El evangelio anota que Jesús se
sentó, como hizo al iniciar el Sermón de la Montaña. También ahora quiere
enseñar una lección importante: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre,
me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha
enviado”. Evidentemente la actitud de “acoger” reflejaba su espíritu y dejaba en
evidencia la altivez de sus discípulos: los de antes y los de ahora.
Acoger a un niño era y es el
signo más claro de la gratuidad. El niño todavía no realiza un trabajo ni
recibe un salario. No es “productivo”, pero tiene toda la dignidad de la
persona. Acoger a un niño significa reconocer la importancia del débil. Es
decir del “in-útil”
Acoger a Jesús era y es el signo
más elocuente de la hospitalidad. El que no tenía donde reclinar la cabeza
sigue hoy llamando a nuestra puerta. Nosotros decimos que mañana le abriremos…
“para lo mismo responder mañana”, como escribió Lope de Vega.
Acoger al que ha enviado a Jesús
era y es el signo más evidente de nuestra fe en el Padre. Es reconocerlo como
el enviado para nuestra salvación. Es aceptar su palabra y su estilo de vida.
Quien cree en el enviado cree también en quien lo envió.
Señor Jesús, tú eras y eres el
Justo enviado por Dios. Con tu sola presencia eras y eres un signo que denuncia
nuestras hipocresías, nuestras ansias de grandeza, nuestro desprecio de los
pequeños y los humildes. Perdona nuestro orgullo. Y ayúdanos a descubrirte y
acogerte en los más pequeños y despreciados por nuestra sociedad. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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