sábado, 25 de octubre de 2025

“NO SE ATREVÍA NI A LEVANTAR LOS OJOS AL CIELO"


Reflexión del Evangelio Domingo 26 de Octubre de 2025. 30º del Tiempo Ordinario.

Los gritos del pobre atraviesan las nubes

Nuestro Dios es así. Siente especial predilección por los más desprotegidos y desfavorecidos. El pobre en este caso no es el que no tiene dinero, sino el que sabe que es pobre en virtud, porque no corresponde a lo que Dios quiere de él. Pero de nuevo este vacío no basta, sino que más bien se precisa: el pobre que sirve a Dios «consigue el favor del Señor».

Se trata de un servicio en la humildad del «siervo pobre», pero no de la espera ociosa del «empleado negligente y holgazán» que esconde bajo tierra su talento. Es el servicio que se presta sabiendo que se trabaja con el talento regalado por Dios, y que se confía para que realmente produzca frutos para el Señor. A este pobre Dios le hará «justicia» como «juez justo» que es.

Ahora me aguarda la corona merecida

La segunda lectura, continuación de la proclamada el domingo anterior, muestra a Pablo en prisión y ante los tribunales. Él es el pobre que no tiene ya ninguna perspectiva terrena, porque su muerte es inminente, y que sin embargo «ha combatido bien su combate», no sólo cuando era libre, sino también ahora, en su pobreza actual, pues todos le han abandonado. Pero su autodefensa ante el tribunal se convierte precisamente en su último y decisivo «anuncio», el mensaje que oirán «todos los gentiles».

Al dar gloria sólo a Dios (como el publicano del templo), el Señor le «salvará y le llevará a su reino del cielo». El publicano que sube al templo a orar queda «justificado», Pablo recibe la «corona de la justicia», y ciertamente, como él mismo repitió incansablemente, no de su propia justicia, sino de la justicia de Dios.

El publicano bajo a su casa justificado; el fariseo no

Un fariseo y un publicano son los dos personajes que Jesús toma como ejemplo, para destacar diversos comportamientos en las relaciones con Dios.

El fariseo va al templo y se pone adelante, bien a la vista, erguido en la parte delantera, como si el templo le perteneciera, y reza de tal manera que, más que un diálogo con Dios hace un soliloquio: él está convencido no solamente de cumplir con las normas de la ley, sino que, incluso, hace más de lo estrictamente necesario. En consecuencia, no tiene nada que pedir al Señor. Su oración no es más que una lista de méritos que solamente subraya su propia arrogancia. Transita por un camino que conduce directamente al encuentro de si mismo, pero ese es precisamente el camino que lleva a la perdida de Dios.

El comportamiento del publicano es de signo contrario y Jesús lo describe con evidente aprobación. Él también sube al templo, pero entra discretamente, se detiene a la distancia, se queda atrás, como si no quisiera profanar el lugar con su presencia, puesto que es consciente de la propia situación de pecado. No se atreve ni a levantar los ojos al cielo, porque entiende que no tiene nada que presentar a Dios. Su humilde conducta y la súplica que dirige a Dios denotan un corazón lacerado por el dolor de haberlo ofendido, motivo por el cual implora el perdón divino. Es un perdón que sin duda Dios le da, puesto que Jesús asegura que el publicano volvió a casa justificado, porque “cualquiera que se exalta será humillado y el que se humilla será exaltado” (Lc 18, 14).

Pero esta conclusión de Jesús desafía las expectativas de sus oyentes: en esta declaración, Jesús invierte los valores sociales y religiosos de su época. La justicia, viene a decir, no proviene de las obras o de una autoevaluación favorable, sino de la gracia de Dios y de un corazón humilde. El fariseo, a pesar de su aparente religiosidad, no es justificado, mientras que el publicano, con su arrepentimiento sincero, sí lo es.

Una conclusión práctica para nuestra propia vida podría ser ésta. Muy pocas personas (tal vez nadie) están siempre del lado del fariseo o siempre del lado del publicano, esto es, son siempre justos en todo o pecadores en todo. La mayoría tenemos algo de uno y algo del otro. Lo peor sería comportarnos como el publicano en la vida y como el fariseo en el templo. Los publicanos eran pecadores, hombres sin escrúpulos que ponían dinero y negocios por encima de todo; los fariseos, al contrario, eran, en la vida práctica, muy austeros y observantes de la Ley. Nos parecemos, por lo tanto, al publicano en la vida y al fariseo en el templo si, como el publicano, somos pecadores y, como el fariseo, nos creemos justos.

Pero si asumimos que tenemos un poco del uno y del otro, entonces tenemos que intentar que al menos sea al revés: ¡fariseos en la vida y publicanos en el templo! Como el fariseo, procuremos no ser en la vida ladrones e injustos, busquemos observar los mandamientos y pagar los impuestos; como el publicano, reconozcamos, cuando estamos en presencia de Dios, que lo poco que hemos hecho es todo don suyo, e imploremos, para nosotros y para todos, su misericordia.

Buen día hoy para buscar un momento y preguntarnos cómo es nuestra oración, qué calidad tiene nuestra relación con Dios, a cuál de los dos protagonistas del evangelio de hoy nos parecemos más…

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