Reflexión sobre la Memoria de los Fieles Difuntos
El sentido pascual de la muerte de los fieles es muy evidente
y su luz se debe reflejar en los formularios y en la piedad de los fieles ante
la celebración de la conmemoración de los difuntos.
La fe de los cristianos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo
y en su acción creadora, salvadora y santificadora, culmina en la proclamación
de la resurrección de los muertos al final de los tiempos para la vida eterna.
Por ello los justos, después de su muerte vivirán para siempre con Cristo
resucitado, cuando él los resucitará en el último día.
Efectivamente, como afirma San Pablo, si el Espíritu de aquel
que ha resucitado a Cristo de los muertos habita en nosotros, así aquel que ha
resucitado a Cristo de entre los muertos, dará la vida también a nuestros
cuerpos mortales por medio del Espíritu que habita en nosotros. Cristo es el
principio y causa de nuestra futura resurrección (cf. Rm 8, 11; ICo 15, 20-22;
2Co 5, 15).
Dios, que de hecho puede crear de la nada, puede también dar
la resurrección, la vida del cuerpo, pues es él mismo el que cía la vida a los
muertos y llama a la existencia lo que todavía no existe (Rm 4, 17; Flp 3,
8-11).
La Iglesia, ya desde sus mismos orígenes, vive con la
convicción de su comunión con los difuntos y por ello ha mantenido con gran
piedad la memoria de los difuntos, ofreciendo por ellos sus sufragios. Esto se
afirma ya en el Antiguo Testamento: Es una idea piadosa y sana rezar por los
difuntos para que sean liberados del pecado» (2M 12, 45).
Nuestra oración por ellos se actúa especialmente por el
ofrecimiento del sacrificio de la Eucaristía (CM', n. 1371). También son
sufragios las limosnas, las obras de penitencia y las indulgencias, que tienen
su eficacia a partir del ministerio de la Iglesia, cuando aplica en casos
concretos los méritos o satisfacción de Cristo y de los santos (CIC, nn. 1471,
1476).
De esta forma la Iglesia puede no sólo ayudar a los difuntos, desgravándoles de la pena temporal debida por los pecados para que puedan llegar a la visión beatífica de Dios, sino también hacerlos eficaces intercesores por los que aún viven (CIC, nn. 958, 1032, 1414, 2300).
De hecho, la comunión de los que aún «peregrinan» en la
tierra («parroquianos») con los fieles que han muerto en la paz de Cristo, no
sólo no se rompe, sino que, conforme a la fe perenne de la Iglesia, se
consolida en la comunicación de bienes espirituales.
La fe ante la muerte no incluye solamente el hecho de que se
puede ayudar a los difuntos que están todavía purificándose antes de poder
entrar en la visión beatífica, sino que debe recordar fuertemente la venida
final de Cristo glorioso y nuestra resurrección corporal.
En ese «momento» se llevará a cabo la restauración de todas
las cosas, como afirman San Pedro y San Pablo (lIch 3, 19-21; Rm 11, 15) y la
resurrección de los cuerpos, y se hará el juicio a los vivos y a los muertos,
revelando el secreto de las conciencias y dando, conforme a las obras hechas,
la gloria o la condena. Será entonces cuando se forma definitivamente el Cristo
total (Ef 4, 13).
El centro de nuestra fe es la resurrección de Cristo y, por
lo tanto, nuestra resurrección personal (1Co 15, 12-14.20). La historia de esta
afirmación central de la fe cristiana ha tenido una revelación progresiva.
Consta claramente en la afirmación del segundo libro de los Macabeos (7, 9-14),
que se fundamenta en el hecho de ser Dios creador del hombre todo entero,
cuerpo y alma y, asimismo, por su alianza con Abrahán y su descendencia, como
Dios de vivos y no de muertos (Mc 12, 24.27). Cristo en su buena noticia
insiste numerosas veces en que él es la resurrección y la vida (Jn 11, 25).
Es Jesús el que resucitará en el último día a los que han
creído en él y habrán participado de su Cuerpo y de su Sangre. Aunque, después
de la muerte, el cuerpo se deshaga en el polvo, el alma va al encuentro con
Dios.
Dios en su omnipotencia, por la misma fuerza que actuó en la resurrección de Cristo, restituirá nuestro cuerpo definitivamente a una vida incorruptible, uniendo a él de nuevo el alma que lo «espera». Todos los hombres resucitarán, los que hicieron el bien para una resurrección de vida y los que hicieron el mal para una resurrección de condena (Jn 5, 29).
El cuerpo en la resurrección será tal como es el de Cristo
resucitado, un cuerpo «glorioso»» como el que contemplaron físicamente los
apóstoles de Cristo resucitado (Lc 24, 39; ICo 15, 35-37.42.53).
Para resucitar con Cristo es necesario morir con Cristo, es
necesario salir del cuerpo, como en exilio, y habitar junto al Señor (2Co 5, 8;
Flp 1, 23). Después llegará el día de la resurrección de los muertos.
Es necesario caer en la cuenta de que en el más allá no
existe el tiempo tal como se «contabiliza», o se experimenta en la tierra, en
nuestro mundo de ahora. Por tanto, por muchos miles de millones de años
«nuestros» que esperemos la resurrección corporal, eso no cuenta mínimamente en
la felicidad mayor o menor de los bienaventurados en el cielo, ni de los que se
purifican en el purgatorio (Santo Tomás, Comm. IV Sent. D. 5, q. 3, a.2. r. 4).
Todo este sentido positivo debe iluminar la conmemoración de
los fieles difuntos, y nuestra fe, esperanza y caridad sobre el destino
definitivo personal y el de todos los difuntos.
El momento mismo de la muerte de los fieles debe estar lleno
de la fe viva de la Iglesia. La Iglesia entrega en las manos de Dios al que va
a morir. Los cuerpos de los muertos se tratan con respeto y caridad, por la fe
en la seguridad de la resurrección, ya que es el cuerpo de los que son hijos de
Dios y templos del Espíritu Santo (CIC; n. 2300).
Igualmente, la Iglesia como comunidad saluda y «despide»,
dice: «Salud» a un miembro suyo antes de su sepultura y lo coloca en el
sepulcro o lo entierra (Rin-humareu) en espera de la resurrección. El nombre
castellano de «cementerio» («coemeterium», en latín), proviene del verbo griego
«koimao», «dormir» y significa materialmente «dormitorio», o lugar donde se
duerme en espera de la resurrección.
Los fieles nunca más se separarán en el futuro, porque
vivirán en Cristo y como ahora están unidos a Cristo y caminan a su encuentro,
así estarán definitivamente todos unidos en Cristo. La muerte es nuestro
encuentro con el Dios viviente. Los que han muerto en Cristo viven para siempre
(CJC, nn. 1609, 2299-2300).
Antolín González Fuente, O.P.
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