La experiencia más profunda del
pueblo de Israel, después de la liberación de Egipto, sin duda es la
experiencia de la fidelidad de Dios. La historia puede ser leída como historia
de salvación gracias al compromiso de amor que Dios ha asumido con su pueblo.
Nada obliga al Creador a amar a la criatura, y sin embargo, Él elige amarla.
No siempre Israel ha estado a la
altura de ese amor incondicional. No siempre Israel ha sido fiel a Dios y a la
Alianza como expresión de su vocación a la libertad. No siempre Israel ha
escuchado el llamado que Dios le dirigía por medio de los Profetas. No siempre
Israel ha expresado su religiosidad en relaciones de fraternidad y justicia.
En consecuencia, la experiencia
de la deportación no puede ser considerada como el castigo de un Dios
rencoroso, sino como la nostalgia de un padre con el corazón herido. La
deportación sólo manifiesta visiblemente una experiencia: la de vivir al margen
de Dios. Sólo cuando los caldeos destruyen los signos de identidad del pueblo
(Templo, murallas de Jerusalén, palacios, objetos preciosos) y es llevado a
Babilonia para “convertirse en esclavo del Rey” (cf. 2 Cro 36, 20), Israel
tomará conciencia de que su vocación a la libertad es la expresión de la
fidelidad de Dios.
Israel vivirá deportado en
Babilonia, pero nunca será desterrado del corazón de Dios. Por eso, le
encomienda a Ciro la misión de acompañar el retorno a Jerusalén y de edificar
una Casa en Judá (cf. 2 Cro 36, 23). Dios manifiesta su compasión por caminos
misteriosos; y sin duda, el más elocuente, es ayudar a la toma conciencia.
Muchas veces valoramos a las personas cuando las hemos perdido. Muchas veces
valoramos nuestra pertenencia a Dios cuando hemos tocado nuestro fondo
existencial y hemos abrazado el sinsentido. Dios siempre abre caminos de
retorno.
Un Dios que ama y salva al mundo
Desde la perspectiva joánica, el
mundo puede ser pensado desde dos ópticas: primero, como ámbito de la acción
del mal; segundo, como espacio de salvación. La primera óptica nos invita a
pensar sobre el lugar que el mal y sus formas de expresión (indiferencia,
rencor, desesperanza) ocupan en nuestra vida. La segunda, nos invita a pensar
sobre el lugar que la gracia y sus formas de expresión (amor, reconciliación,
solidaridad) ocupan en nuestra vida. En consecuencia, el “mundo” no se hace
solo, se hace con cada decisión personal y comunitaria.
Tanto el mal como la gracia
iluminan la inteligencia y el corazón en orden a un compromiso, ya que estas
dos realidades a las que el ser humano es permeable, pueden hacer del mundo un
lugar de hostilidad o un espacio de misericordia. Objetivamente, ni la creación
ni el ser humano son esencialmente malos. Toda realidad creada por Dios es
amable, reconciliable y redimible. Para quien verdaderamente ama, toda realidad
es una oportunidad. Quien ha sido rescatado con amor, puede ver la realidad y
las personas en clave de esperanza.
El mundo que Dios ama tanto, está seducido por el mal. Es lugar de dolor, sufrimiento, discordia e incomprensión. Es un mundo que va de la autosuficiencia ideal a la impotencia real, a la incoherencia moral y a la fragmentación espiritual. Un mundo que experimenta con la vida humana (desde su comienzo hasta su final), muchas veces indiferente ante las violaciones a su dignidad. Un mundo competitivo que crea desigualdades, acentuando el éxito de pocos y manteniendo en el fracaso a muchos. Un mundo que ha vulnerado la naturaleza, contaminado el medioambiente y extinguiendo toda forma de vida.
Sin embargo, “Dios, que es rico
en misericordia, por el gran amor con que nos amó” (Ef 2, 5), no ha perdido la
esperanza en el mundo. Un mundo que, cuando fue creado, “Dios vio que era
bueno” (Gn 1), porque había sido gestado con amor e ilusión, pero sobre todo,
con esperanza. Dios ha amado y ama un mundo que no es perfecto, dejando huellas
de su presencia en medio de la historia. La Gracia toca lo profundo del corazón
humano haciéndolo permeable al corazón del Padre para que cada cristiano “tenga
los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (cf. Flp 2, 5) y “pueda realizar
aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos”
(Ef 2,10). En Cristo y en cada persona cristiana, la misericordia hace “visible
y tangible” el amor de Dios. En palabras del Papa Francisco, “la misericordia
hace de la historia de Dios con su pueblo una historia de salvación”
(Misericordiae vultus,7).
El mundo al que tanto ama Dios ha
sido abrazado por su amor. Cada vez que los seres humanos crean espacios de
diálogo visibilizan la necesidad de comunión. Cada vez que se vive
concretamente la caridad solidaria, se dignifica al prójimo. Cada vez que se
perdona de corazón, se gestan estructuras de reconciliación. Cada vez que se
defienden los derechos humanos, se reafirma la dignidad humana y la fraternidad
universal. A este mundo seducido por el mal pero abrazado por un amor
misericordioso, Dios “entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él
no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3, 16).
Fr. Rubén Omar Lucero
Bidondo O.P.
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