Reflexión Homilética para el Domingo 3 de Febrero de 2018. 4º de Tiempo Ordinario, C.
“Antes de formarte en el vientre
te escogí… Te he nombrado profeta de los gentiles… No les tengas miedo…
Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”.
En este oráculo del Señor encuentra su fundamento la vocación del profeta
Jeremías (Jer 1, 4-5.17-19).
Su misión no brota de una
decisión personal, sino que se debe a la elección gratuita por parte de Dios. A la elección sigue el
envío para anunciar la palabra de Dios a los paganos. Y el envío es sostenido
por una protección continua de Dios. Elección, misión y protección. He ahí los
tres tiempos que articulan la vocación del profeta.
¿Será posible que también
nosotros descubramos esos tres momentos de la presencia de Dios en nuestra
vida? En ese camino se encuentran quienes buscan un sentido para su vida y
luchan por una sociedad más justa.
Con razón pueden cantar con el
salmo: “Tú, Dios mío, fuiste mi esperanza y mi confianza desde mi juventud”
(Sal 70, 5). De él esperamos ese don del amor que san Pablo nos expone en la segunda
lectura de hoy (1 Cor 12,31 -13,13).
EL PROFETA DE LA MISERICORDIA
El evangelio que hoy se proclama
nos lleva de nuevo a la sinagoga de Nazaret.
Y a leer un texto del libro de Isaías, Jesús añade: “Hoy se cumple esta
Escritura que acabáis de oír” (Lc 4,21). Se suele decir que, admirando las
palabras llenas de gracia que salían de sus labios, las gentes de su pueblo
primero lo aceptaron, aunque después lo rechazaron.
Pero tal vez hay que revisar esa
traducción. Los vecinos de su pueblo se escandalizaron porque anunciaba un año de gracia universal.
Jesús se arrogaba la misión de pregonar el jubileo de la reconciliación, pero
había omitido las palabras que en el texto anunciaban la venganza de Dios
contra los enemigos. Para él no había enemigos ni venganza.
Jesús se presentaba como el
profeta de un Dios misericordioso. Un Dios que acogía también a los extranjeros
y a los paganos. Por eso recordaba a Elías, que había atendido a una viuda de
las tierras de Sidón, y a Eliseo, que había curado al leproso Naamán, llegado
de Siria. El Dios de Jesús superaba con su gracia las fronteras de los
nacionalismos.
EL MENSAJERO DE LA PAZ
Pero las gentes de su aldea no
podían aceptar que el hijo de José les cambiara su idea de Dios. Así que lo
consideraron como un blasfemo. Y, según la Ley de Moisés, los blasfemos habían
de ser castigados con la muerte (Lev 24,16).
“Ningún profeta es bien mirado en
su tierra”. El evangelio pone en boca de Jesús este refrán. Él fue rechazado en
el pueblo donde se había criado y por las gentes con las que había convivido.
También hoy los pueblos cristianos rechazan su doctrina y hasta su nombre.
“Ningún profeta es bien mirado en
su tierra”. A lo largo de los tiempos, el refrán ha podido aplicarse a la
Iglesia. También hoy es perseguida la comunidad que trata de predicar la
reconciliación entre las gentes y las comunidades divididas y enfrentadas.
“Ningún profeta es bien mirado en
su tierra”. Lo mismo ocurre también hoy con los evangelizadores. Sus vecinos y
parientes, por no aceptar el mensaje de la gracia, rechazan a veces
violentamente al mensajero que lo anuncia.
Señor, Jesús, te reconocemos
como el enviado de Dios y el profeta de un Dios que nos llama a superar
nuestras diferencias y a aceptar con gratitud esa fe que nos abre a la
universalidad. Queremos aceptarte como el mensajero de la paz. Ayúdanos a ser
fieles a tu evangelio a pesar de todas las dificultades. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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