Solemnidad de Todos los Santos. 1 de Noviembre de 2018
Hay sentimientos que son difíciles de controlar. Y tampoco está muy claro que haya que hacerlo. A muchos seres
humanos nos embargan sentimientos especiales en ciertas fechas del año. En ellas el recuerdo de aquellos a quienes
hemos querido y ya han dejado este mundo cobra una intensidad especial y
retornan cierta tristeza y el deseo de haber compartido más con ellos. Se dice
que el paso del tiempo cura determinadas penas; pero estas sensaciones vuelven
y vuelven, incluso a quienes nos tenemos por discípulos del Resucitado. A veces
se cuestiona que los que tenemos fe podamos compartir esas tristezas, pero es
algo bien comprensible: hay sentimientos que no son sino la muestra del amor
que hubo, ha habido y hay (y pocas cosas son más ‘cristianas’ que estas).
En muchos países una de esas
fechas son los primeros días de noviembre. El recuerdo a los difuntos y la
visita a los cementerios avivan la densidad de una ausencia o -mejor dicho- de
otros modos de presencia. Por eso son tan hermosos la Fiesta de Todos los Santos
y el hecho de que la Iglesia haya querido reconocer y recordar a todos aquellos
hombres y mujeres que sin haber sido canonizados pasaron su vida -como el
Señor- haciendo el bien.
Nada tiene desperdicio en la
liturgia de hoy: ni la primera lectura, ni el salmo, ni el evangelio, ni el
prefacio de la solemnidad: hacia esa Jerusalén celeste nos encaminamos, aunque
peregrinos en país extraño, alegres, “gozosos por la gloria de los mejores
hijos de la Iglesia”. No tengan miedo de emocionarse; también se puede llorar
de alegría. Demos gracias al Padre por habernos rodeado de tanta gente
bienaventurada que sin llamar la atención -o precisamente por eso- era tan
especial.
Pedro Belderrain, cmf
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