Impresiona escuchar todos los
años, el primero de noviembre, la repetida frase del Apocalipsis: "Y vi
una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas,
pueblos y lenguas..." Son los santos. Santos desconocidos en su mayoría.
Santos de todas las regiones, de todos los países, de todas las épocas. Santos
negros y blancos, cultos e ignorantes... El mundo de los santos ¿Qué es lo que
une a gente tan distinta? Realmente, ¿es posible que gente tan distinta tenga
algo en común, algo que permita darles a todos el mismo nombre, el nombre de
santos?
Los dos hechos que celebramos.
La fiesta de Todos los Santos nos
invita a celebrar, en principio, dos hechos. El primero es que, verdaderamente,
la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes, es una semilla capaz de
arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, o de
cultura, o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta gozosa,
fundamentalmente gozosa: el Espíritu de Jesús ha dado, y da, y dará fruto, y lo
dará en todas partes.
El segundo hecho que celebramos
es que todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en
común, algo que les une. Todos ellos "han lavado y blanqueado sus mantos
en la sangre del Cordero". Todos ellos han sido pobres, hambrientos y
sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz. Y eso les
une. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no celebramos que
"en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará bien", sino que
celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en
el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo).
Porque hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el
mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier
otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más
entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que
quiere Dios.
La tercera celebración: el puente
no se ha derrumbado.
Celebramos, por tanto, esos dos
hechos: que con Dios viven ya hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, y que
esos hombres y mujeres han luchado esforzadamente en el camino del amor, que es
el camino de Dios.
Pero ahí podemos añadir también
un tercer aspecto: San Agustín, en la homilía que la Liturgia de las Horas
ofrece para el día de San Lorenzo, lo explica así: "Los santos mártires
han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de
su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha
derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de
haber bebido ellos".
San Agustín se dirigía a unos
cristianos que creían que quizá sólo los mártires, los que en las persecuciones
habían derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria de J.C. Y a veces
pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una heroicidad propia
sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento fiel y esforzado de
J.C., es también para nosotros: para todos nosotros y para cada uno de
nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada, que tome
las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a ir tirando.
Pero somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa santidad, a ese
seguimiento. Como decía San Agustín en la homilía antes citada: "Ningún
hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su
vocación" (...). "Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de
seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio".
Y hoy, en la fiesta de Todos los Santos, se nos invita a celebrar que también
nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir a J.C.
J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1989 nº
21
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