Reflexión Evangelio del Domingo 18 de Octubre de 2020. 29º del Tiempo Ordinario.
1. El evangelio de Mateo, hoy,
nos sitúa en el corazón de las polémicas que Jesús mantiene con los dirigentes
en Jerusalén y que los evangelistas sitúan al final de su vida, precediendo a
la pasión (cf. Mc 12,13-17; Lc 20,20-26). Esta vez querían comprometerlo a
fondo con las autoridades romanas, que vigilaban ferozmente cualquier
movimiento social o político para castigar cualquier rebeldía. Oponerse al
César, incluso en nombre de Dios, era ir contra la «pax romana», uno de los
mitos de la época. Los espías pretenden halagarlo (Mateo sigue a Marcos y nos
habla de los fariseos y los herodianos; Lucas, más coherente, nos habla de
espías para entregarlo al gobernador), pero en el punto de mira está el
prefecto romano Poncio Pilato, que era un gobernante de una crueldad sin
miramientos, vengativa y arbitraria. Los judíos lo odiaban porque había
introducido en Jerusalén bustos e insignias del César, además de haber usado el
dinero sagrado del templo para construir un acueducto que llevara el agua a
Jerusalén (Josefo, De Bello 2,9,2; 2,9.4).
2. La hierocracia y aristocracia
de la ciudad santa mandan sus espías para poder deshacerse de este profeta
galileo que anuncia el Reino de Dios, pero que no coincide con el reino de
Roma, ni con el concepto que tienen del mismo algunos partidarios de la
revolución contra Roma, ni específicamente con el reino que ellos quieren
manipular en nombre de Dios. Los rebeldes dejaban a las claras que la única
soberanía que aceptaban bajo el suelo de Judea es la de Dios (Ex 20,4-5); en
ello Jesús podría estar de acuerdo. Pero las trazas, entre uno y otros, son muy
distintas. Es verdad que Jesús parecía estar en un callejón sin salida: frente
a Poncio Pilato, frente a las autoridades, frente a los revolucionarios
nacionalistas, frente a todos. No obstante, él la encontró; la encontró
recurriendo a las dignidad humana que Dios ha puesto en el corazón de toda
persona como imagen suya. Los espías, con su trampa, van a caer en su propia
ignominia, porque llevan en sus manos el “denario” con la efigie de Tiberio…
pero Jesús no lleva nada en su zamarra. Solamente tiene su palabra y la fuerza
de la sabiduría del reinado de Dios.
3. Cuando es preguntado,
intencionadamente pide la moneda del tributo con la efigie del César y
responde: la moneda hay que dársela al emperador; ¿por qué? Porque es el
dinero, y el dinero es lo más sucio de este mundo. Los que acuñan moneda tienen
poder y por el dinero dominan a los hombres. Entonces, ¿hay que someterse a él?
¡Ni hablar! Por eso añade con una intencionalidad manifiesta: «y a Dios lo que
es de Dios». El dinero no es de Dios, sino que de Dios somos nosotros mismos, y
por lo mismo nosotros solamente debemos estar sometidos a Dios. Ya San Agustín,
que afirmaba: “El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la suya:
devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios la suya
en vosotros” (Com. Ps 57,11). La trampa la resuelve Jesús, no solamente con
inteligencia, sino con sabiduría, donde salta por los aires la legalidad con la
que pretenden acusarlo en su caso. La respuesta de Jesús no es evasiva, sino
profética; porque a trampas legales no valen más que respuestas proféticas. El
tributo de hacienda es socialmente necesario; el corazón, no obstante, lleva la
imagen de Dios donde el hombre recobra toda su dignidad, aunque pierda el
“dinero” o la imagen del césar de turno que no valen nada.
4. Aquí Jesús responde con una
afirmación liberadora que solamente pueden captar los que no están cegados por
el poder, el dinero, el odio y la injusticia. Quizás la mejor ilustración a
todo ello la tengamos en San Ireneo, en esa expresión, que es paradigma de
muchas radicalidades humanas y divinas: «La gloria de Dios es el hombre
viviente; la vida del hombre es la visión de Dios». Todo esto quiere decir que
el evangelio de Jesucristo implica, en una simultaneidad inconfundible, que de
la misma manera que nos descubre al Dios viviente, nos descubre a la vez, y no
por otro camino, al hombre viviente. Podemos usar los bienes de este mundo con
eficacia, pero lo que no podemos hacer es vender nuestra vida al mejor postor.
Al "césar" de turno podemos darle el dinero, o los impuestos, pero
nuestra libertad nadie nos la podrá arrebatar.
Fray Miguel de Burgos
Núñez
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