Reflexión Homilética para el Domingo 19 de Julio de 2020. 16º del Tiempo Ordinario
Israel ha ido descubriendo, madurando, purificando, profundizando el
rostro de Dios a lo largo de su historia, conforme iban pasando por diversas
situaciones históricas. Y así ha quedado recogido en los distintos libros de la
Biblia, por lo que podemos encontrar diferentes y hasta contradictorios rostros
de Dios. También nos pasa lo mismo a
nosotros: según vamos experimentando diferentes acontecimientos en nuestra
vida, según vamos reflexionando, estudiando, viviendo... vamos conociendo y
experimentando e incluso corrigiendo nuestras vivencias sobre Dios.
El Libro de la Sabiduría es de los
últimos en escribirse antes de Jesucristo. Los judíos se encontraban dispersos
por el mundo, por el Imperio Romano, y la mayoría vivía en grupos aislados, con
apuros económicos y discriminados, aunque permanecían fieles a Dios. Y
lógicamente se preguntaban: ¿Por qué estamos así, por que Dios permite que los
paganos prosperen, y nosotros suframos la injusticia? ¿Por qué no interviene
ahora, como hizo en otros tiempos? ¿Ha perdido su poder?
En tiempos de crisis, de conflicto, de
dificultades... estas preguntas vuelven de nuevo. Sobre todo (y pasa
precisamente en estos momentos) los más frágiles, los que no cuentan, los que
no pueden... sufren con mayor intensidad y experimentan la injusticia de los
que tienen en su mano el poder.
El autor de este libro comienza
diciendo algo que sí sabían: Sólo existe un Dios Creador y Señor de todo,
Omnipotente y providente que ama a todas sus criaturas. Pero... tal vez no
recordaban o "no sabían" que
su señorío le hace compasivo con todos, le «hace perdonar/ser indulgente
con todos». Los hombres echamos mano de la fuerza para imponer temor y respeto,
para someter y dominar a los más débiles, para conseguir que triunfen nuestros
critrios. Dios, por el contario, a pesar de ser el dueño de la fuerza, no la
usa para imponer su soberanía; no recurre a castigos y escarmientos, ni a la
venganza... sino que se muestra con todos, ¡también con los malvados!, manso e
indulgente (vv. 17-18). Quiere enseñar a su pueblo que: el justo debe ser
humano y amar a los hombres. A pesar de que actúen de modo inaceptables y
rechazable, ningún hombre es despreciable, todos merecen ser amados y esperar
su arrepentimiento. Dios no quiere la muerte del malvado, sino que: "se
convierta de su conducta y viva" (Ez 18,23); por eso deja siempre la
puerta abierta a la posibilidad del arrepentimiento. Nosotros no sabemos
todavía ser así (v.19).
El domingo pasado meditábamos en que la
creación vive con la esperanza de ser liberada y "está gimiendo con
dolores de parto". Y nosotros, aun poseyendo las primicias del Espíritu
"gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y
libere nuestro cuerpo". Y hoy San Pablo afirma que «no sabemos orar como
conviene». La creación que gime, nuestra conciencia de ser hijos y la necesidad
de ser liberados son, deben ser, contenido de nuestra oración. Pero a menudo
nuestra oración anda por otros derroteros: intentando «presionar» a Dios para
que cumpla nuestros deseos, demasiado centrados en nuestras cosas, en los
nuestros (individualismo, egocentrismo...), con demasiada palabrería («ya sabe
el Padre todo lo que necesitáis aun antes de pedírselo», nos advertía Jesús.
Con horizontes demasiado bajos y frecuentemente con rutina y dando vueltas a los
mismos asuntos. Menos mal que «el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad
e intercede por nosotros». Desde nuestro más profundo interior, donde él
reside, haciéndonos su Templo, podemos orar para buscar la voluntad de Dios,
para que avance el Reino, para plantearnos cómo vivir en esta creación -esta
casa común- que hoy gime, para discernir los signos de los tiempos, para
colaborar cada cual desde su propia vocación, con el proyecto salvador de Dios.
No sabemos hacerlo como conviene, por eso ¡precisamos contar, invocar, dejarnos
acompañar por el Espíritu en nuestras oraciones! Personal y comunitariamente.
Para orar "como conviene". Ven Espíritu Divino...
Jesús había comenzado su tarea hablando del
Reino y de la felicidad que él supone y que ya está presente (bienaventuranzas
y sermón del Monte). En la cabeza de la gente y de los mismos discípulos, había
muchos sueños, ideas y deseos sobre la acción de Dios en el mundo, alimentadas
a veces por los mismos profetas. Pero... después de un cierto tiempo... el
resultado es desalentador. No pasa lo que ellos esperaban con tanto anhelo.
¿Por qué? Aún más: ¿pueden ellos hacer algo para que las cosas mejoren?
Jesús quiere centrarles,
aclararles las cosas, invitarles a la responsabilidad, a la esperanza y a la
paciencia. Para ello se sirve de algunas parábolas. Resumiendo y subrayando:
- En el mundo, en la Iglesia y en
cada uno de nosotros conviven el bien y el mal. Todos tenemos sembrada semillas
buenas, pero un «enemigo» ha sembrado también cizaña. Y se nota que ambas
crecen juntas. ¿Hacemos una buena limpieza y quitamos estorbos para que el
resultado sea mejor? Pues no. No tenemos datos ni criterios suficientes para
actuar de jueces: tarea que sólo corresponde a Dios. Y de hacerlo, tendríamos
el riesgo de arrancar también lo bueno. El sembrador (como en la primera
lectura) prefiere seguir haciendo caer su lluvia sobre malos buenos... hasta el
momento de la siega... confiando incluso que las malas yerbas se «conviertan» y
produzcan frutos.
- En segundo lugar Jesús compara
el Reino no con los grandes cedros del Líbano, con un ciprés o algún otro árbol
majestuoso. Se sirve del humilde árbol de mostaza, que puede llegar a medir
hasta tres metros en el mejor de los casos, pero es pequeño. Sin embargo tiene
capacidad de acoger a todos los pájaros que busquen refugio. Es la grandeza de
lo pequeño. Desmonta así los deseos de grandeza, de grandiosidad, de triunfo
espectacular, de ser muchos, de arrasar con su poder. No son esos los caminos
de Dios. Sino crecer, desarrollarse y acoger a los hermanos que quieran
refugiarse en sus ramas. Han sido ésas
grandes tentaciones de la Iglesia de todos los tiempos. También de hoy. Pero no
por ser grandes, no por tener muchos recursos o buenos contactos y pactos, no
por ser muchos... se cumplen mejor los proyectos de Dios. Puede que todo lo contrario. Cuidar la
comunidad, las relaciones, la acogida, en cambio, sí que le importa al Señor.
Es lo que conviene ser.
- Por último, la parábola de la
«desproporción». Tres medidas de harina vendrían a ser 22 litros... menudo
pedazo de pan resulta con un poco de levadura. La masa es mucha, como el mundo,
y seguirá siendo masa... pero la presencia discreta y mínima, pero muy potente,
de la levadura, hace posible el pan para comer, lo cambia todo. Así también el
Reino, la comunidad cristiana, la Palabra de Jesús... «poca cosa», ni se ve, pero su tarea es que todo sea
distinto. Así ha sido (y todavía), por ejemplo, la presencia callada de la
Iglesia y de muchas personas buenas aliviando esta situación terrible del
coronavirus. Acompañando, ofreciendo comida, orando, dando refugio en sus
locales, y también esperanza. Sin hacer ruido, sin que se note, sin que una
inmensa mayoría se entere. Ha sido levadura. Es lo que tenía que ser, convenía actuar
así. Lo sabemos porque Jesús nos lo había dejado claro.
Enrique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf
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