Reflexión Homilética del Domingo 5 de Junio de 2020. 14º del Tiempo Ordinario.
Se puede decir: «Dime cómo es tu Dios -tu
experiencia de Dios-, y te diré cómo es tu comportamiento con los hombres». Si
el rostro de Dios que has encontrado es el de un ser exigente, controlador, al
margen de tu vida cotidiana, un Dios lleno de normas y obligaciones, un Dios
que me pone condiciones y espera mis esfuerzos y sacrificios para hacerme
caso... O si es un Dios que siempre me perdona aunque caiga una y otra vez en
lo mismo, que se alegra con mis alegrías y me quiere libre y es fuente de mis
alegrías y de mi paz, que me ha elegido para transformar el dolor y el mal del
mundo, etc... mi conducta humana estará amasada con todos estos rasgos, y mi
trato con los demás también.
Pues bien: El rostro de Dios que ha
experimentado, del que vive y habla Jesucristo es alguien cercano, a quien, en
cualquier momento del día, y en cualquier lugar, en medio de las cosas
cotidianas, le dirige espontánea y sencillamente lo que siente y lleva en el
corazón. Y este modo de sentir y vivir a Dios, le lleva a descubrirse y actuar
como una persona pendiente de «los cansados y agobiados».
Esa experiencia de libertad
interior y de gozo le lleva a buscar, y convocar («venid») a quienes no la
tienen para revelársela, para ayudarles a descubrirla. Su Padre se conmueve
ante los perdidos y abandonados de la sociedad y de las estructuras religiosas,
ante los que no tienen esperanza, ante quienes se ven sobrecargados de
preceptos, normas, condiciones, ritos minuciosos, prohibiciones, condenas...
incluso «en el nombre de Dios»... Por eso mismo Jesús se siente llamado a
ofrecer «otra cosa». Hoy parece como si se le hubiera «escapado» delante de
todos, una plegaria fresca, gozosa, agradecida. Y en ella se descubre el rostro
de un Dios misericordia, consuelo, descanso, liberación...
Jesús es un profeta sobre todo «acogedor»,
y que ha formado un grupo de discípulos acogedores, para que salgan a buscar,
como él, a quienes se sienten señalados, juzgados, rechazados, marginados,
olvidados... Y los acojan con gestos, palabras, actitudes y hechos... A su
lado, tienen que sentirse incondicionalmente queridos y aceptados. Por eso hoy
la Iglesia -cada bautizado-, tiene que ser capaz de proclamar con mucha fuerza
y claridad a los hombres de hoy y de todos los tiempos: «Venid a mí... ven a mí
tú que...»
Ven a mí, tú que estás agobiado
con tantas normas y prohibiciones e imposiciones religiosas, con tantas cosas
que hay que cumplir para estar en regla. Tú necesitas que te alivien, que te
quiten tantos fardos de encima. Sólo una «norma», una carga: la del amor.
Ven a mí, tú que estás cansado
de que quienes tienen el poder saquen tajada, y redacten las leyes que les
beneficien, dejando tantas veces desprotegidos a los más débiles, a los más
pequeños. Ven, que te voy a enseñar la felicidad que brota de servir y cuidar a
los otros, ven que te voy a mostrar quiénes son los favoritos de mi Padre del
cielo, y lo que está dispuesto a hacer por ellos, por ti, por vosotros.
Ven a mí tú que tanto intentas
ser mejor, que te esfuerzas en corregir tus fallos y errores sin conseguirlo o
con pocos resultados, y te acabas desanimando y cansando de luchar... Ven, que te quiero enseñar a apoyarte en mi
Padre, a mirarle más a Él que a ti mismo. Él es la Fuerza de nuestra fuerza.
Ven a mí tú que te siente
agobiado por tu futuro, por tus problemas, porque no te llega el dinero, porque
te falta un trabajo digno, por tu salud... Ven, verás que te enseño a vivir
todo eso con más paz, porque mi Padre quiere que te preocupes por otras cosas,
y dejes éstas en sus manos. Él quiere que mires al cielo, que le mires a Él y
descubras que ninguna de esas cosas te puede ni te debe hundir. ¡Yo las he
vencido para ti!
Ven, tú que estás cansado de
hacer todos los días lo mismo, que te ves envuelto en la rutina y el
aburrimiento, que te faltan ilusiones para vivir, que piensas que ya «no hay
nada nuevo bajo el sol», que no encuentras un sentido a tu vivir: Ven, toma mi
yugo ligero, sujétate a mí con fuerza, y vamos a recorrer nuevas sendas; ya
verás que aún hay mucho que hacer, que siempre hay algo más, algo nuevo que
puedes hacer, alguien a quien amar...
hasta el día en que descanses definitivamente en los brazos de mi Padre.
Ven tú que estás «cargado» de
convencionalismos sociales, esclavo de las modas, esclavo de tu aspecto físico,
esclavo de tu historia personal, esclavo de tus limitaciones y defectos,
esclavo del «qué dirán»... Acércate a mí, que te voy a ayudar a liberarte de
todo eso, para que seas tú mismo, para que seas como mi Padre ha soñado que
seas. Sólo tiene que asumir la carga que yo te dé, una carga ligera, porque la
llevaremos juntos; una carga agradable, porque se trata de que te ocupes de tus
hermanos, que hagas tuyos sus pesos y sufrimientos, que los alivies, que
compartas lo que ellos quieran darte... en la medida de tus fuerzas.
Ven tú que estás triste porque
entre los que se llaman discípulos míos hay «carrerismos», luchas de poder,
amiguismos, oscuras alianzas con los poderosos, lejanía de mis ovejas,
zancadillas, chismes... Ven tú, porque en mi Iglesia también se encuentran
muchos que viven confiando, amando, sirviendo calladamente, humildemente, con
sencillez. Ellos serán tu apoyo, como lo soy yo para que la cizaña no ahogue tu
trigo.
No ha prometido el Señor que se
van a «esfumar» las dificultades o que vamos a tener éxito. No. Ha dicho: «Yo
os aliviaré... y encontraréis descanso para vuestras almas...».
Por eso su Iglesia (cada
discípulo, también tú yo) sigue llamando incansablemente: Ven... Ven... Ven...
tu sitio está aquí, junto con todos nosotros... Acudamos nosotros a él
continuamente para que nos alivie y descanse... y abramos también puertas,
corazones, espacios, instituciones... para que tantos más «vengan».
Enrique Martínez de la
Lama-Noriega, cmf
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