Reflexión Homilética para el Domingo 1 de Septiembre de 2019. 22º del Tiempo Ordinario.
La Iglesia Católica es una gran
institución. Está presente en prácticamente todos los países del mundo. Además,
el hecho de que el Vaticano esté reconocido como un pequeño estado hace que
tenga representantes diplomáticos ante los gobiernos de las diversas naciones.
Por otra parte, a través de diócesis e institutos religiosos, la Iglesia
Católica coordina un amplio sistema de escuelas, colegios, universidades y
hospitales. Posiblemente el mayor del mundo. Los viajes del papa han dado lugar
a masivas concentraciones de creyentes. Todo ello nos puede dar la idea de que
pertenecemos a una institución poderosa. Y de que deberíamos servirnos más de
ese poder para hacer valer nuestros derechos frente a la sociedad civil.
Pero el camino del Evangelio es otro.
Jesús nos propone vivir no en la grandiosidad, no apoyándonos en el poder sino
en la humildad. Jesús nunca defendió sus derechos. Vivió una vida sencilla,
enseñando a sus discípulos y a los que le querían escuchar. Se hizo cercano a
los pobres y a los sencillos. No despreció a nadie. Y habló siempre del amor de
un Dios que se hacía pequeño para ponerse a nuestro nivel, para escuchar
nuestras penas y compartir nuestras alegrías. Como dice la segunda lectura, la
comunidad cristiana no se apoya en el poder ni la fuerza. Somos parte de la
ciudad del Dios vivo, de la familia de Dios, de un Dios que acoge a todos sin
distinción. Y por eso también nosotros debemos acoger a todos.
En el evangelio Jesús se dirige a los
fariseos. Ellos se sentían religiosamente buenos, socialmente importantes y más
perfectos que el resto de la gente. Les invita a ser más humildes. Les cuenta
una historia muy sencilla. Les habla de los invitados a un banquete. Entre
ellos algunos buscan los primeros puestos. Y les habla de lo que le pasa a uno
que se había sentado en el mejor lugar y al que le terminan rebajando al último
porque llega otro invitado que es más amigo del amo de la casa. Luego les
recomienda que cuando tengan que organizar un banquete no inviten a los poderosos
sino a los pobres y a los que no tienen nada. Así es Dios que prefiere a los
últimos y a los humildes.
Como cristianos no estamos llamados a
ocupar los primeros puestos en el banquete sino a servir y preparar el gran
banquete de la familia de Dios. E invitar a todos, abrir las puertas de par en
par para que nadie se sienta excluido. Los creyentes somos los camareros de ese
banquete, los que ayudamos a Dios para que todos se sientan acogidos. Lo
nuestro no es ocupar los puestos de privilegio sino servir a la mesa. La fe en
Jesús nos lleva a vivir en actitud de servicio y acogida, de cariño, a todos
los que necesitan experimentar el amor de Dios. Lo nuestro no es imponer sino
servir, ayudar, curar, sanar, perdonar, compartir.
D. Fernando Torres
cmf
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