Homilía para el Domingo 9 de Agosto de 2015. 19 del tiempo ordinario, B.
“Levántate, come, que el camino
es superior a tus fuerzas”. Con esas palabras el ángel del Señor trata de
levantar el ánimo a Elías. El profeta huía de la amenaza real que se cernía
sobre él. Había caminado ya durante una jornada por el desierto y se sentía tan
desalentado y temeroso que se deseaba la muerte.
Animado por aquella voz que lo
despertaba una y otra vez, “se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de
aquel alimento camino cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte
de Dios” (1 Re 19,4-8).
Esa es también nuestra historia,
reflejada por tantos elementos simbólicos, como el acecho del mal, la soledad
del desierto, los cuarenta días que reflejan la plenitud de la existencia, el
ángel que evidencia la presencia y misericordia de Dios, el monte santo en el
que Moisés ha recibido la Ley del Señor, el anuncio de la justicia que se ha
confiado al profeta. Y, en el centro, el pan para el camino que lleva al
encuentro con Dios, el pan de la vida.
LA CUESTIÓN DE DIOS
El evangelio de hoy nos sitúa de
nuevo en el contexto del pan y los peces repartidos y compartidos por la
multitud que sigue a Jesús (Jn 6, 41-51). En la sinagoga de Cafarnaúm, el
Maestro ha dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”. Pero los judíos critican
esas palabras. Creen conocer a Jesús y a su familia. ¿Cómo se atreve a afirmar
que ha bajado del cielo? Pero a ellos y a nosotros Jesús nos propone los dones
de la fe y de la vida.
“No critiquéis”. También los
hebreos habían murmurado de Dios en el desierto. Dios escuchó sus murmuraciones
y respondió con el envío de las codornices y el regalo del maná. A las
murmuraciones actuales, Dios responde enviándonos el pan de su Hijo.
“Nadie puede venir a mí si no lo
trae el Padre que me ha enviado”. Dios está en el origen de la fe. Para aceptar
a Jesús hay que abrirse a la fe y a la sospecha de una paternidad insospechada
y reconocer que Dios nos ha enviado a Jesús.
“Todo el que escucha lo que dice
el Padre y aprende, viene a mí”. La herencia de la tierra prometida estaba
condicionada a la escucha de la voz del Señor (Dt 15,5). También ahora, la
escucha de la voz del Padre nos llevará a descubrir al Mesías.
LA CUESTIÓN DE LA VIDA
Y junto al don de la fe en el
Padre, Jesús expone en su discurso el don de la vida. Los dos están íntimamente
unidos por el don del pan, que nos alimenta como al profeta Elías, mientras
vamos de camino. Así lo dice Jesús:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado
del cielo”. Su bajada fue un anonadamiento. Para él, bajar equivale a
entregarse. Jesús ha bajado para encontrarse con nosotros, para revelarnos el
amor del Padre y para facilitarnos el camino.
“El que coma de este pan vivirá
para siempre”. Jesús nos da la vida descendiendo y entregándose. Comer es hacer
nuestra su vida y su presencia. Su palabra y su eucaristía alimentan nuestra
vida y le abren un horizonte de eternidad.
“Y el pan que yo daré es mi carne
para la vida del mundo”. Desde los tiempos de las primeras persecuciones nos
acusaron de comer la carne de Cristo. Pero bien sabemos que su inmolación es fuente
de salvación no solo para nosotros sino también para todo el mundo.
Señor Jesús, tú has dicho que
“el que cree tiene vida eterna”. Te reconocemos como el Maestro de la fe y como
el pan que nos asegura la vida sin tiempo y sin límite. Queremos escuchar y
acoger tu palabra, como prenda de salvación para toda la humanidad. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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