sábado, 25 de enero de 2020

EL PRIMER ANUNCIO DEL EVANGELIO

 

 Reflexión Homilética para el Domingo 26 de Enero de 2020. 3º del Tiempo Ordinario.

      El Evangelio de hoy nos recuerda el momento en que Jesús comenzó a predicar. El evangelista Mateo nos lo presenta como el momento en que se cumple una antigua profecía de Isaías: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande”. Pero para ser sinceros, las palabras son mayores que la realidad. Lo que sucedió fue algo muy sencillo. En una esquina del mundo de aquel tiempo, lejos, muy lejos, de Roma, que era el centro de aquella civilización, un hombre salió a los caminos y comenzó a predicar. Su mensaje era muy sencillo: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”. Al principio casi nadie le hizo caso. Apenas unos pocos pescadores --los últimos de la sociedad--, algunas mujeres –igual de mal valoradas– y gente por el estilo. Jesús no era más que un judío marginal y sólo los marginados le hicieron un poco de caso.

      Si ése fue el modo como Dios quería presentar su salvación a todo el mundo, desde nuestra cultura actual, le diríamos que se equivocó de medio a medio. Hoy hubiésemos planteado toda una campaña en los medios de comunicación, de lanzamiento simultáneo en los países más ricos y desarrollados del mundo (en los países pobres se lanzaría más tarde), que ofreciese con claridad los contenidos más importantes y orientados ante todo a captar la atención de los destinatarios. Para ello, se trataría de ofrecer en primer lugar los aspectos más suaves, fáciles y gratificadores del mensaje. Con suficiente antelación se habría preparado a un gran número de predicadores, conferenciantes y escritores que se entregarían a la tarea de presentar el mensaje de un modo más cercano a la gente. Pero Dios no hizo eso. Más bien lo contrario. En Jesús se acercó a los últimos. Nunca estuvo muy preocupado por el número de sus seguidores ni por su nivel social. Ni siquiera les puso las cosas fáciles. Sus primeras palabras, ponen frente al oyente una exigencia radical: “Convertíos” o lo que es lo mismo, “cambiad de vida”. Pero algo encontraron en él aquellas gentes sencillas y humildes que le siguieron. Con dudas y vacilaciones, pero le siguieron.

      Hoy, también nosotros somos una pequeña comunidad. No ocupamos el centro del mundo. No tenemos los medios de comunicación a nuestro alcance. Ni falta que nos hacen. Apenas tenemos el Evangelio en medio de nosotros y la fuerza de Jesús para hacer lo que él hizo. Primero, escuchar su mensaje y tratar de convertirnos, de comenzar a vivir de acuerdo con el Evangelio. Y, segundo, ser portadores de ese Evangelio para todos los que nos rodean. No hay que temer porque seamos pocos o pobres. Así es como Dios quiere hacer presente su mensaje en el mundo. En nuestras manos está.

Fernando Torres cmf

viernes, 17 de enero de 2020

SOMOS UN PUEBLO SANTO

 

Reflexión Homilética para el Domingo 19 de Enero de 2020. 2º del Tiempo Ordinario

La segunda lectura tomada de la primera de Corintios nos da hoy la clave para comprender la Palabra de Dios. Nos dice Pablo que escribe su carta “a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que él llamó y a todos los demás que en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo”. Eso es exactamente lo que ha hecho de nosotros el bautismo: un pueblo santo, un pueblo de consagrados.

¿Por qué? Porque en el bautismo nos hemos hecho uno con Jesús, su vida se ha hecho nuestra. Y él es el consagrado del Padre. Para entender quién es Jesús, y nosotros al habernos bautizado con él, nos sirven la primera lectura del profeta Isaías: “Tú eres mi siervo”, “Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra” y el Evangelio en el que Juan el Bautista da testimonio de Jesús: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Juan vio como el Espíritu descendía sobre Jesús y se dio cuenta de que Jesús era “el que ha de bautizar en el Espíritu Santo” y da testimonio de que “es el Hijo de Dios”.

Jesús es el elegido de Dios para traer la salvación a todos los pueblos. El amor y el perdón de Dios no se destinan de forma exclusiva a una raza, a un pueblo o a una cultura. Es para todos sin excepción. Para esa misión, Jesús está ungido por el Espíritu Santo, por el Espíritu de Dios. Ese Espíritu es el que le convierte en Hijo de Dios. Esa misión se centra en el perdón de los pecados, en la reconciliación, que abre las puertas a una vida más plena. Jesús nos invita a la conversión porque en él tenemos una oportunidad real de comenzar una nueva vida.

Al ser bautizados en Jesús, somos incorporados a él. Por eso, podemos decir con seguridad que somos un pueblo santo, que estamos llenos del Espíritu Santo y que tenemos la misión de ofrecer el amor y la salvación de Dios a todos los que nos rodean. Porque ese amor de Dios no es para nosotros en exclusiva. Es para todos. Sería bueno que nos mirásemos unos a otros. En los bancos de nuestra iglesia vemos gente normal. ¿Seguro? Sí, gente normal, pero también “pueblo santo”, “pueblo consagrado”, “testigos del amor de Dios en medio del mundo”. Cuando salimos cada domingo de la misa, debemos saber que se nos ha dado la misión de ser testigos del amor de Dios. La gracia y la paz de Dios están con nosotros. Su Espíritu nos llena. Hoy es tiempo de levantar la cabeza y sentirnos orgullosos de lo que somos. Somos el pueblo de Dios y tenemos una misión que cumplir: mostrar al mundo con nuestra vida, con nuestra forma de ser, actuar y hablar, que Dios está con nosotros y que nos ama, que no hay pecado que no merezca el perdón, que Dios siempre nos espera para devolvernos la vida y que este mensaje es para toda la humanidad.
Fernando Torres cmf

sábado, 11 de enero de 2020

DESCUBRAMOS NUESTRO BAUTISMO


Reflexión Homilética para el Domingo 12 de Enero de 2020. 
Bautismo de Ntro. Señor Jesucristo.

Hoy entendemos el Bautismo como un sacramento, un rito que hay que cumplir para entrar a formar parte de la comunidad católica. Pero la fiesta de hoy nos recuerda que el Bautismo es algo mucho más profundo. Y que sería bueno que recuperásemos ese significado en nuestra vida cristiana.

Lo que hoy es apenas en la mayor parte de las parroquias un echar un poco de agua sobre la cabeza del recién nacido, era al principio de la historia del cristianismo y lo es todavía en algunas parroquias, un sumergirse completamente en el agua. El agua es principio de muerte (en el agua nos ahogamos, no podemos respirar, lo que se echa al agua se disuelve, se deshace, deja de existir) pero también es principio de vida (científicamente se puede afirmar que la vida comenzó en el agua, el feto está envuelto en líquido, del agua se resurge limpio y puro). El Bautismo tiene pues un significado básico: expresa la muerte y la resurrección de una persona. El que se bautiza muere a una vida y al salir del agua comienza una nueva vida. Por eso la tradición cristiana hizo que en el Bautismo se impusiera un nuevo nombre a la persona. La nueva vida requería un nuevo nombre.

Todo es un signo. Nadie muere de verdad ni resucita de verdad. Pero hay momentos en la vida en que se requiere un signo de ese tipo que rubrique un cambio real de vida en la persona. A veces, aunque no se produzca una muerte física, se dan cambios en la vida de una persona que traen ciertamente un nuevo estilo y una nueva orientación.

Con ese sentido tan profundo se bautizó Jesús. Hasta entonces había vivido como uno más. Quizá se había retirado al desierto y allí había estado con el grupo de Juan Bautista o con otros grupos. Fue allí donde maduró su decisión, donde reconoció su llamada a anunciar la buena nueva del Reino. Por eso se bautizó. Fue una forma de refrendar públicamente su nuevo estilo de vida. El Bautismo de Jesús marca una frontera entre su vida anterior y posterior. Fue de verdad el comienzo de una nueva vida al servicio del Reino de Dios.

Para nosotros el bautismo no tiene ese sentido. La mayoría fuimos bautizados de recién nacidos. No recordamos nada de aquella celebración. No significó un antes y un después en nuestra vida. Más bien nos sentimos inmersos desde el principio en la tradición cristiana. Desde el principio de nuestra vida somos cristianos. Ahora se trata de llevar a la práctica diaria lo que nuestro bautismo celebró y significó. Como Jesús, estamos comprometidos a vivir de acuerdo con el Evangelio. A ser portadores de la buena nueva para todo el mundo.
Fernando Torres CMF

sábado, 4 de enero de 2020

EL SACRAMENTO DE LA CARNE


Reflexión Homilética para el Domingo 5 de Enero de 2020. 2º después de Navidad

El nacimiento de Jesús es clave en nuestra fe. No se trata sólo del nacimiento de un profeta. Ni siquiera del nacimiento de un Mesías salvador. Afirmamos que en Jesús Dios se encarnó, Dios se hizo carne. Toda la parafernalia de luces, celebraciones, regalos y consumismo de estos días se monta en torno a ese hecho tan sencillo como profundo en significado para la historia de la humanidad y para las relaciones de las personas entre sí: en aquel niño que nació en Belén, en un pesebre, hijo de María y José, está presente Dios mismo. Nuestro mundo celebra, aunque muchos sin saberlo conscientemente, la alegría mas profunda, auténtica y verdadera posible: Dios se ha hecho uno de nosotros y ha asumido nuestra carne con todas sus consecuencias. Nada en el mundo ha sido igual desde aquel momento. Jesús, Dios encarnado, significa un cambio radical en nuestra historia, una novedad tan absoluta que nada puede ser ya como antes.

En la Iglesia decimos desde hace siglos que hay siete sacramentos. Un sacramento es un lugar de encuentro con Dios, es una celebración, momento, ocasión, en la que la acción de Dios se hace visible, tangible, concreta en nuestras vidas y en nuestra historia. El sacramento se realiza siempre a través de un símbolo concreto. En el Bautismo es el agua, en la Confirmación el óleo, en la Eucaristía el pan y el vino. Pero todos esos sacramentos provienen de una fuente original. Esa fuente no es otra que Jesucristo. Él es el lugar primordial del encuentro con Dios. En él la humanidad se encuentra con Dios porque en él Dios ha asumido nuestra carne. Cuando miramos a Jesús, en su carne vemos a Dios. En él Dios se nos ha hecho visible. A Dios nadie le ha visto nunca. Sólo en Jesús se nos transparenta. Jesús es la revelación del Dios que viene a nuestro encuentro para salvarnos.

Este primer sacramento tiene consecuencias importantes. Si Dios ha elegido esta carne nuestra para revelarse, entonces es que nuestra carne, nuestro cuerpo, se convierte en un espacio sagrado. La vida, en todas sus formas y expresiones, es lugar de manifestación de Dios, es lugar de encuentro con Dios. La vida, el cuerpo, de nuestros hermanos y hermanas es lugar de presencia de Dios. Ellos son para nosotros sacramentos del encuentro con Dios. Mi relación con los demás, hombres y mujeres de cualquier raza y condición, ya no es la misma. En Jesús, ellos se han convertido en retratos multidimensionales del amor de Dios, de su presencia salvadora. En ellos me encuentro con Dios. Por eso el respeto y el amor son la única forma posible de relacionarme con ellos. Ellos son cuerpo de Dios –y yo también y por eso he de respetarme igualmente–. En Jesús recién nacido descubrimos que nuestro cuerpo es sacramento de Dios.
 Fernando Torres CMF

miércoles, 1 de enero de 2020

MADRE DE DIOS


Reflexión Homilética para el día 1 de Enero de 2020. Solemnidad de la Madre de Dios.

¡Feliz año nuevo! Lo nuevo no está en el día, ni en el número. Lo nuevo, de estar en algún sitio, estará en el corazón.

Y para ello, la Palabra de hoy nos presenta a la mujer “nueva”: María. Y se nos presenta como la Madre de Jesús, Madre de Dios y Madre nuestra.

María es Madre porque acoge la Vida, le da cobijo, la cultiva en su interior… María es Madre porque da a luz esa Vida, la lanza al mundo, la acompaña. Y como toda madre, María “conserva todas esas cosas, meditándolas en su corazón”.

María conservó en su corazón los primeros años de su hijo, cuando iba creciendo lentamente, como crecen las cosas de la vida. María conservó también en su corazón cuando su hijo anunció que iba a hacer una vida diferente: que se iba a dedicar a anunciar el Reino a tiempo y a destiempo. María acogió como pudo las palabras y los hechos de Jesús, tantas veces desconcertantes, poniendo el mundo al revés… o más bien poniéndolo al derecho, tal como Dios lo soñó. María vivió y sufrió de corazón los últimos días de su hijo, cuando quisieron quitarle la vida, aunque en realidad era Él quien la daba. María guardó en su corazón la mañana de la Resurrección, la luz nueva que brota de saber que “su hijo” es “el Hijo” en quien todos podemos reconocernos hermanos, compañero de todos los caminos y pan tierno para todos los cansados.

Por eso tanta gente, incluso la que decimos “poco creyente”, siente a María tan cercana; porque ella, como nadie, conoce los entresijos de la vida y sigue, de pie, al lado de todas las cruces y a la espera de todas las madrugadas.

María, Madre de Jesús y Madre nuestra,
que te podamos sentir cercana en este año que comienza
y que podamos, como tú,
acoger todo lo que nos trae la vida,
meditarlo en el corazón
y devolverlo hecho vida para el mundo. 
Luis Manuel Suárez CMF