Homilía del Domingo 7 de Junio de 2015. Festividad del Corpus Christi
En la Última Cena, Jesús dona su
Cuerpo y su Sangre mediante el pan y el vino, para dejarnos el memorial de su
sacrificio de amor infinito. Con este “viático” lleno de gracia, los discípulos
tienen todo lo necesario para su camino a lo largo de la historia, para hacer
extensivo a todos el Reino de Dios. Luz y fuerza será para ellos el don que
Jesús ha hecho de sí mismo, inmolándose voluntariamente sobre la cruz. Y este
Pan de vida ¡ha llegado hasta nosotros!
Ante esta realidad el estupor de
la Iglesia no cesa jamás. Una maravilla que alimenta siempre la contemplación,
la adoración, la memoria. Nos lo demuestra un texto muy bello de la Liturgia de
hoy, el Responsorio de la segunda lectura del Oficio de las Lecturas, que dice
así: “Reconozcan en este pan, a aquél que fue crucificado; en el cáliz, la
sangre brotada de su costado. Tomen y coman el cuerpo de Cristo, beban su
sangre: porque ahora son miembros de Cristo. Para no disgregarse, coman este
vínculo de comunión; para no despreciarse, beban el precio de su rescate”.
Nos preguntamos: ¿qué significa,
hoy, disgregarse y disolverse? Nosotros nos disgregamos cuando no somos dóciles
a la Palabra del Señor, cuando no vivimos la fraternidad entre nosotros, cuando
competimos por ocupar los primeros lugares, cuando no encontramos el valor para
testimoniar la caridad, cuando no somos capaces de ofrecer esperanza.
La Eucaristía nos permite el no
disgregarnos, porque es vínculo de comunión, y cumplimiento de la Alianza,
señal viva del amor de Cristo que se ha humillado y anonadado para que
permanezcamos unidos. Participando a la Eucaristía y nutriéndonos de ella,
estamos incluidos en un camino que no admite divisiones. El Cristo presente en
medio a nosotros, en la señal del pan y del vino, exige que la fuerza del amor supere
toda laceración, y al mismo tiempo que se convierta en comunión, también con el
más pobre, apoyo para el débil, atención fraterna con los que fatigan en el
llevar el peso de la vida cotidiana. Están en peligro de perder la fe.
Y ¿qué significa hoy para
nosotros “disolverse”, o sea diluir nuestra dignidad cristiana? Significa
dejarse corroer por las idolatrías de nuestro tiempo: el aparecer, el consumir,
el yo al centro de todo; pero también el ser competitivos, la arrogancia como
actitud vencedora, el no tener jamás que admitir el haberse equivocado o el
tener necesidades. Todo esto nos disuelve, nos vuelve cristianos mediocres,
tibios, insípidos, paganos.
Jesús ha derramado su Sangre como
precio y como baño sagrado que nos lava, para que fuéramos purificados de todos
los pecados: para no disolvernos, mirándolo, saciándonos de su fuente, para ser
preservados del riesgo de la corrupción. Y entonces experimentaremos la gracia
de una transformación: nosotros siempre seguiremos siendo pobres pecadores, pero
la Sangre de Cristo nos librará de nuestros pecados y nos restituirá nuestra
dignidad. Nos liberará de la corrupción. Sin mérito nuestro, con sincera
humildad, podremos llevar a los hermanos el amor de nuestro Señor y Salvador.
Seremos sus ojos que van en busca de Zaqueo y de la Magdalena; seremos su mano
que socorre a los enfermos del cuerpo y del espíritu; seremos su corazón que
ama a los necesitados de reconciliación, de misericordia y de comprensión.
De esta manera la Eucaristía
actualiza la Alianza que nos santifica, nos purifica y nos une en comunión
admirable con Dios. Así aprendemos que la Eucaristía no es un premio para los
buenos, sino la fuerza para los débiles, para los pecadores, es el perdón, el
viático que nos ayuda a andar, a caminar”.
Hoy, fiesta del Cuerpo y la
Sangre de Cristo, tenemos la alegría no solamente de celebrar este misterio,
sino también de alabarlo y cantarlo por las calles de nuestra ciudad. Que la
procesión que realizaremos al final de la Misa, pueda expresar nuestro reconocimiento
por todo el camino que Dios nos ha hecho recorrer a través del desierto de
nuestras miserias, para hacernos salir de la condición servil, nutriéndonos de
su Amor mediante el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Dentro de poco, mientras caminaremos
a largo de la calles, sintámonos en comunión con tantos de nuestros hermanos y
hermanas que no tienen la libertad para expresar su fe en el Señor Jesús.
Sintámonos unidos a ellos: cantemos con ellos, alabemos con ellos, adoremos con
ellos. Y veneremos en nuestro corazón a aquellos hermanos y hermanas a los que
ha sido requerido el sacrificio de la vida por fidelidad a Cristo: que su
sangre, unida a aquella del Señor, sea prenda de paz y de reconciliación para
el mundo entero. Y no olvidemos: para no disgregarnos, coman este vínculo de
comunión, para no disolverse beban el precio de su rescate.
PAPA FRANCISCO
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