Cerca de un arroyo de aguas frescas, había un pequeño bosque. Los árboles eran muy variados. Todos gastaban las energías en ser altos y frondosos, con muchas ramas y perfumes, pero quedaban débiles y tenían poca fuerza para echar raíz.
En cambio un laurel dijo:
"Yo mejor voy a invertir mi savia en tener una buena raíz; así creceré y
podré dar sombra y hojas a todos los que me necesiten".
Los otros árboles estaban muy
orgullosos de ser bellos. Y no dejaban de admirarse y de hablar de sus
encantos. Y así se pasaban el tiempo, mirándose y riéndose de los demás.
El laurel sufría continuamente
sus burlas. Se reían de él y le decían: Laurel, ¿para qué quieres tanta raíz?
¡Míranos a nosotros, todos nos alaban por nuestra bella imagen. Deja de perder
tu energía en lo que no se ve ni llama la atención. Preocúpate más de la
apariencia. Sólo así serás reconocido y apreciado!
Pero el laurel estaba convencido
de lo contrario, no le preocupaban las alabanzas, deseaba crecer fuerte y por
eso andaba preocupado por sus raíces.
Un buen día vino una gran
tormenta, y sacudió sopló y resopló sobre el bosque. Los árboles más grandes,
que tenían un ramaje inmenso, se vieron tan fuertemente golpeados, que por más
que gritaban no pudieron evitar que el viento los volteara.
En cambio el pequeño laurel, como
tenía pocas ramas y mucha raíz, apenas si perdió unas cuantas hojas. Entonces
todos comprendieron que lo que nos mantiene firmes, no son las apariencias,
sino lo que está oculto en las raíces, dentro de tu corazón.
(Revista Homilética)
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