1. Y ahora el evangelio del día:
una de las narraciones más majestuosas de todo el Nuevo Testamento y del
evangelio de Lucas. Una narración que solamente ha podido salir de los labios
de Jesús, aunque Lucas la sitúe junto a ese diálogo con el escriba que pretende
algo imposible. El escriba quiere asegurarse la vida eterna, la salvación, y
quiere que Jesús le puntualice exactamente qué es lo que debe hacer para ello.
Quiere una respuesta “jurídica” que le complazca. Pero los profetas no suelen
entrar en esos diálogos imposibles e inhumanos. Ya la tradición cristiana nos
puso de manifiesto que Jesús había definido que la ley se resumía en amar a
Dios y al prójimo en una misma experiencia de amor (cf Mc 12,28ss). No es
distinto el amor a Dios del amor al prójimo, aunque Dios sea Dios y nosotros
criaturas. Pero el escriba, que tenía una concepción de la ley demasiado
legalista, quiere precisar lo que no se puede precisar: ¿quién es mi prójimo,
el que debo amar en concreto? Aquí es donde la parábola comienza a convertirse
en contradicción de una mentalidad absurda y puritana.
2. Dos personajes, sacerdote y
levita, pasan de lejos cuando ven a un hombre medio muerto. Quizás venían del
oficio cultual, quizás no querían contaminarse con alguien que podía estar
muerto, ya que ellos podrían venir de ofrecer un culto muy sagrado a Dios. ¿Era
esto posible? Probablemente sí (es una de las explicaciones válidas). Pero eso
no podía ser voluntad de Dios, sino tradición añeja y cerrada, intereses de
clase y de religión. Entonces aparece un personaje que es casi siniestro
(estamos en territorio judío), un samaritano, un hereje, un maldito de la ley.
Éste no tiene reparos, ni normas, ha visto a alguien que lo necesita y se
dedica a darle vida. Mi prójimo -piensa Jesús-, el inventor de la parábola, es
quien me necesita; pero más aún, lo importante no es saber quién es mi prójimo,
sino si yo soy prójimo de quien me necesita. Jesús, con el samaritano, está
describiendo a Dios mismo y a nadie más. Lo cuida, lo cura, lo lleva a la
posada y la asegura un futuro.
3. Una religión que deja al
hombre en su muerte, no es una religión verdadera (la del sacerdote y el
levita); la religión verdadera es aquella que da vida, como hace el
Dios-samaritano. Algunos Santos Padres hicieron una interpretación simbólica
muy acertada: vieron en el “samaritano” al mismo Dios. Por tanto, cuando Jesús
cuenta esta historia o esta parábola, quiere hablar de Dios, de su Dios. Y si
eso es así, entonces son verdaderamente extraordinarias las consecuencias a las
que podemos llegar. Nuestro Dios es como el “hereje” samaritano que no le
importa ser alguien que rompa las leyes de pureza o de culto religiosas con tal
de mostrar amor a alguien que lo necesita. La parábola no solamente hablaba de
una solidaridad humana, sino de la praxis del amor de Dios. Fue creada, sin
duda, para hablar a los "escribas" de Israel del comportamiento
heterodoxo de Dios, el cual no se pregunta a quién tiene que amar (como hace el
escriba, nómikos del relato), sino que quiere salvar a todos y ofrecerles un
futuro.
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