Reflexión Homilética para el Domingo 23 de Diciembre de 2018. 4º de Adviento, C.
“Tú, Belén Efratá, tan pequeña
entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel”. Así
comienza el texto del profeta Miqueas que se lee en la primera lectura de la
misa de este cuarto domingo de Adviento (Miq 5,1).
Es importante esa alusión a la
humildad del lugar de donde ha de surgir el Salvador. Esta profecía será
mencionada por los sabios a los que el rey Herodes consulta sobre el nacimiento
de un rey misterioso, al que buscan unos magos llegados del Oriente.
En un texto y en el otro, Belén
evoca el recuerdo del rey David. Y por tanto, resuena como el símbolo de la
esperanza de Israel. Pero Belén es sobre todo la promesa de la justicia, de la
paz y de la vida.
Con razón el salmo responsorial
convierte aquel recuerdo en una invocación al Pastor de Israel, que se hace
especialmente apremiante en el Adviento: “Ven a salvarnos… Ven a visitar tu
vid, la cepa que plantó tu mano, el retoño que tú hiciste vigoroso” (Sal 79).
En la carta a los Hebreos se
incluyen unas palabras que subrayan la humildad y la obediencia de Cristo:
“Aquí estoy, yo vengo para hacer tu voluntad”.
LA BENDITA ENTRE LAS MUJERES
El evangelio de este domingo nos
presenta a María que se pone en camino hacia las colinas de Judea, para visitar
a su pariente Isabel (Lc 1,39-45). Su encuentro es un pequeño “evangelio”. Las
dos mujeres llevan la vida de un bebé en sus entrañas. Una vida que es un don
exclusivo de Dios, dadas las condiciones de sus madres.
Por otra parte, el texto nos
indica que tanto María como Isabel han sabido escuchar y acoger la palabra de
Dios. En ellas la palabra de Dios ha hecho posible lo que parecía imposible.
Precisamente por esa disponibilidad con la que se han abierto a los planes de
Dios han sido elegidas como mediadoras de la salvación.
Tanto María como Isabel están
llenas del Espíritu de Dios. Así le había dicho el ángel a María: “El Espíritu
de Dios te cubrirá con su sombra”. Ahora es Isabel la que se nos muestra como
llena del Espíritu Santo. Por eso puede proclamar a María como la bendita entre
las mujeres y como madre del fruto más bendito de la tierra.
LA VIDA Y LA ESPERANZA
El texto evangélico pone en
labios de Isabel la primera bienaventuranza del Nuevo Testamento: “Dichosa tú
que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. La fe de María
inaugura la nueva era de la salvación.
“Dichosa tú que has creído”. La
creencia de María no refleja una ingenua credulidad. Ante el anuncio del Ángel,
ella mostraba sus dudas. No era fácil comprender aquel anuncio. Ni aceptar una
responsabilidad tan insospechada. Y, sin embargo creyó.
“Dichosa tú que has creído”. La
creencia de María no obedecía a un vano deseo de sobresalir entre las gentes de
su pueblo. El ángel parecía adivinar sus temores. Sospechaba ella lo que
aquella maternidad podía costarle. Y, sin embargo creyó.
“Dichosa tú que has creído”. La
creencia de María no se basaba en su propio saber y entender. Se atrevió a
manifestar su turbación y las preguntas que bullían en su interior. No era
fácil aceptar la misión que se le anunciaba. Y, sin embargo creyó.
La fe de María era una difícil
pero sencilla confianza en el Dios que habla y propone horizontes inesperados.
La fe de María se apoyaba solamente en la palabra de Dios. Pero ahora su
pariente Isabel le profetizaba que lo dicho por Dios se cumpliría.
Padre de los cielos, en medio
de un mundo marcado por la duda y el relativismo, nosotros queremos escuchar tu
palabra. Sabemos que ella genera la vida y desencadena la esperanza. Creemos
que tu palabra transforma nuestra vida. Y esperamos que haga posible la vida,
la salvación y la paz que Jesús nos ha prometido. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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