Domingo 20 de Agosto de 2013. 20 del Tiempo Ordinario C.
“Muera ese Jeremías porque está
desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad, y a todo el pueblo, con
semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo sino su
desgracia”. Así suena la acusación contra
el profeta Jeremías que los príncipes presentan ante el rey Sedecías, según se
lee en la primera lectura de la misa de este domingo (Jer 18, 4-6. 8-10).
Es esta una acusación típica de
todos los que quieren deshacerse de un hombre que al anunciar la palabra de
Dios, denuncian las malas acciones de sus vecinos. El profeta interpela e
inquieta. Por eso pretenden acallarlo. Y la acusación más habitual es siempre
esa: este hombre rompe la paz social.
Es cierto que el profeta pone en
peligro la paz y la tranquilidad de algunos. Sobre todo la paz que se asiente
sobre la injusticia o sobre el miedo. En lugar de escuchar su mensaje, algunos
pretenden acallarlo. Menos mal que en este caso aparece un hombre que pone en
evidencia la maldad de los acusadores y el rey manda rescatar al profeta.
UNA FAMILIA DIVIDIDA
El evangelio no es un calmante
que nos ayuda a conciliar el sueño en las noches en que nos asaltan las
preocupaciones. Tampoco es un seguro contra los accidentes o las desgracias. El
mensaje de Jesús no nos libra de la enfermedad ni de la muerte natural. Nunca
deberíamos pretender utilizarlo como un tranquilizante.
Según San Ambrosio, puede
resultar dura la narración que hoy se proclama (Lc 12,49-53), Jesús es
consciente de que su mensaje no dejará indiferentes a sus oyentes. Sabe que
desencadenará inquietud en las personas y graves divisiones en el seno de las
familias. Hasta los hijos se enfrentarán a sus padres, aparentemente por causa
de la fe.
Evidentemente, Jesús estima la
familia humana. El texto no revela la intención de dividirla, sino que nos da
cuenta de lo que efectivamente sucedió en las primeras comunidades. Y de lo que
habría de suceder a lo largo de los siglos. Muchos cristianos han sido denunciados
por sus mismos familiares.
También hoy las familias se
encuentran divididas por el fundamentalismo de los miembros que se han pasado a
otro grupo religioso. O por los familiares que se burlan de los que tratan de
mantener la fe. O por los jóvenes que buscan su afirmación personal renegando
de la fe de sus padres. Claro que, según San Ambrosio, también cabe lo
contrario: que los hijos que siguen a Cristo saquen ventaja a sus padres
paganos o paganizados.
EL FUEGO Y EL BAUTISMO
No podemos ignorar la frase con
la que comienza este texto evangélico:
“He venido a prender fuego a la tierra. ¡Y cuánto deseo que ya esté
ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta
que se cumpla! Dos partes paralelas que encierran un único mensaje.
• “He venido a traer fuego en el
mundo”. El fuego suele ser visto como el
símbolo del amor. En las páginas bíblicas es también el símbolo del juicio. El
fuego purifica los metales. Y a él se arroja la paja. La misión de Jesús somete
a crisis y discernimiento los pretendidos valores de este mundo.
• “Con un bautismo tengo que ser
bautizado”. En la pregunta que Jesús dirige a los hijos de Zebedeo, el bautismo
significa el martirio (Mc 10,38). Jesús prevé que el fuego que ha de derramar
sobre la tierra brotará de su pasión y muerte. Y a ese sacrificio se encamina
voluntaria y generosamente.
- Señor Jesús, las gentes te
comparaban con Jeremías y tenían razón. También tú fuiste y eres acusado
injustamente. Nosotros sabemos que no eres enemigo del pueblo. Te reconocemos
como el príncipe de la paz. Pero reconocemos nuestra culpa en las divisiones
que provoca tu evangelio. ¡Oh Cristo, ten piedad!
D. José-Román Flecha
Andrés
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