Tres testigos de la pasión de Cristo
La tarde del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la
muerte de Cristo en el Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie
como signo de salvación y de esperanza. Y cada año, mientras el mundo da las
vueltas de su pequeña historia, permanece la cruz, la antena de la vida,
señalando con sus cuatro brazos las dimensiones del universo, como si del cielo
y de la tierra, de Oriente y de Occidente todo se concentrara allí donde en
Cristo todo se junta y se reconcilia. Fulget crucis mysterium! Brilla el
misterio de la cruz. Con la pasión de Jesús según el Evangelio de Juan
contemplamos el misterio del Crucificado, con el corazón del discípulo Amado, de
la Madre, del soldado que le traspasó el costado.
Juan, teólogo y cronista de la pasión nos lleva a contemplar
el misterio de la cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno,
solemne, simbólico en su narración: cada palabra, cada gesto. La densidad de su
Evangelio se hace ahora más elocuente. Y los títulos de Jesús componen una
hermosa Cristología. Jesús es Rey. Lo dice el título de la cruz, y el patíbulo
es trono desde donde el reina. Es sacerdote y templo a la vez, con la túnica
inconsútil que los soldados echan a suertes. Es el nuevo Adán junto a la Madre,
nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la Iglesia. Es el sediento de Dios, el
ejecutor del testamento de la Escritura. El Dador del Espíritu. Es el Cordero
inmaculado e inmolado al que no le rompen los huesos. Es el Exaltado en la cruz
que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los hombres vuelven hacia él la
mirada.
La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente
al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido
paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como
madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de
contradicción como El, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como
una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que
ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha
con la espada de dolor que la fecunda. La palabra de su Hijo que alarga su
maternidad hasta los confines infinitos de todos los hombres. Madre de los
discípulos, de los hermanos de su Hijo. La maternidad de María tiene el mismo
alcance de la redención de Jesús. María contempla y vive el misterio con la
majestad de una Esposa, aunque con el inmenso dolor de una Madre. Juan la
glorifica con el recuerdo de esa maternidad. Ultimo testamento de Jesús. Ultima
dádiva. Seguridad de una presencia materna en nuestra vida, en la de todos.
Porque María es fiel a la palabra: He ahí a tu hijo.
El soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del
corazón, no se dio cuenta que cumplía una profecía y realizaba un último,
estupendo gesto litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre
de la redención, el agua de la salvación; La sangre es signo de aquel amor más
grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida
misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.
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