Reflexión homilética para el Domingo 7 de Enero de 2018. Fiesta del Bautismo del Señor, B.
“¡Todos los sedientos, id por
agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar,
vino y leche!” Con esta invitación tan sugestiva se abre la primera lectura que
se proclama en este domingo, en que celebramos la fiesta del Bautismo de Jesús
(Is 55,1-11).
Después de haber meditado durante
los días de Navidad el misterio de la Palabra que se ha hecho carne, se nos
invita hoy a alimentarnos de ella. Solo la palabra de Dios puede calmar nuestra
sed. Y saciar nuestra hambre. Con palabras del libro de Isaías, repetimos en el
salmo responsorial: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación”
El agua aparece también en la
segunda lectura, tomada de la primera carta de Juan (1 Jn 5,1-9). Pero
Jesucristo ha venido a nosotros “no solamente con el agua, sino con el agua y
con la sangre”. El Espíritu, el agua y la sangre dan testimonio de él.
EL SEÑOR Y EL ESCLAVO
En el texto del evangelio de san
Marcos que hoy se proclama (Mc 1,7-11), volvemos a escuchar la palabra de Juan
el Bautista. Él anuncia al que ha de venir y confiesa su propia incapacidad de
ofrecer la salvación que esperan obtener los que llegan a escucharle.
“Detrás de mí viene el que puede
más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias”. Es evidente
que el que viene ha de ser grande y poderoso. Llegará con la autoridad que Dios
le ha conferido. Juan ni siquiera se considera a sí mismo digno de ofrecerle el
servicio de un esclavo.
“Yo os he bautizado con agua,
pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Juan contrapone dos fuerzas de la
naturaleza: el agua y el viento. Las dos son benéficas, pero pueden llegar a
ser tremendas. Juan bautiza con agua e invita a las gentes a la conversión. No
es poco. Pero el que viene detrás de él moverá a las gentes con el vendaval de
Dios.
EL HIJO AMADO
El que había de venir es Jesús,
que llega desde Nazaret para ser bautizado por Juan en el Jordán. No hay en su
boca palabra alguna. Pero ve que los cielos se rasgan, mientras el Espíritu
baja sobre él como la paloma que descubrió la tierra después del diluvio. Es la
hora de la revelación. De pronto se oye una voz celestial:
“Tú eres mi hijo amado, mi
predilecto”. Ese oráculo divino identifica a Jesús con el misterioso Siervo de
Dios, al que se refieren los famosos cantos que se hallan en el libro de Isaías
(Is 42,1). Jesús es el elegido. Es el enviado por Dios. Es el que ha de redimir
a su pueblo con su entrega.
“Tú eres mi hijo amado, mi
predilecto”. Esas palabras se dirigían ya al pueblo de Israel, en tiempos del
exilio que lo llevó a Babilonia. Pero se dirigen hoy al nuevo pueblo de Dios,
excluido y perseguido en muchos lugares de la tierra. También él está llamado a
vivir confiando en la misericordia de Dios.
Señor Jesús, bautizado en las
aguas del Jordán, tú eres la luz que ilumina nuestro camino. Nuestra fe te
acoge y confiesa como el Salvador y Mesías enviado por Dios. El que se ha
revelado como tu Padre, nos recibe a nosotros como hijos, rescatados por ti del
sepulcro del mal y del pecado. Bendito seas por siempre. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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