Reflexión homilética Solemnidad de la Santísima Trinidad, Domingo 11 de Junio de 2017. A.
“El Señor, el Señor: un Dios
clemente y misericordioso, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,7). Así se
presenta y se califica el mismo Dios en un momento especialmente dramático.
Adorando a un becerro de oro, el
pueblo de Israel había quebrantado la alianza que Dios le había dispensado. Al
darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Moisés lanzó contra las rocas las dos
tablas de piedra en que estaban escritos los mandamientos.
Ahora Moisés vuelve a subir al
monte Sinaí con las nuevas tablas de piedra, que sustituyen a las antiguas. El
Señor se muestra benigno, compasivo y dispuesto a renovar la alianza. A Moisés
solo le queda pedir al Señor que acompañe a su pueblo, aunque sea un pueblo
obcecado.
Al final de la primera carta a
los Corintios, san Pablo desea que el Dios Trinidad derrame sobre los fieles
tres dones sagrados: la gracia de Jesucristo, el amor del Padre y la comunión
del Espíritu Santo (1Cor 13,11-13).
LA CONDENA
El evangelio que se proclama en
esta fiesta de la Santísima Trinidad recoge una parte de los comentarios que el
evangelista añade a las palabras que Jesús dirige a Nicodemo (Jn 3,16-18). En
este breve texto llaman la atención las alusiones a la condenación.
“Dios no envió a su Hijo al mundo
para condenarlo”. Es bueno comenzar con esa afirmación. La misión de Jesús no
tiene por objeto la condenación de este mundo. Bastaría saber que Jesús pasó
por el mundo haciendo el bien.
“El que cree en él no será
condenado”. La fe en Jesucristo no se reduce a la afirmación de algunas
verdades abstractas. Tampoco se limita a regular algunos ritos o ceremonias.
Creer en Jesús es aceptarlo como Salvador. ¿Cómo va a ser condenado quien se
identifica con él?
“El que no cree en él ya está
condenado”. Nadie será condenado por no haber creído en Jesucristo. El mismo
rechazo del Salvador ya es en sí mismo una lamentable condenación. Lo penoso de
rechazar su Luz es haber elegido vivir en la tiniebla.
Y LA SALVACIÓN
“Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que
tenga vida eterna” (Jn 3,16). La primera parte del texto evangélico de hoy es
un maravilloso ventanal que nos abre al horizonte de los grandes dones de Dios:
El amor de Dios al mundo.” ¿Es
que Dios puede dejar de amar al mundo que ha creado para derramar sobre él su
bondad? El amor de Dios sostiene el mundo material y, más aún, el mundo social
en el que nos insertamos.
La entrega de Jesús y la fe. Si
el amor de Dios se muestra en la creación y en la providencia, se revela sobre
todo en el envío de su Hijo. Creer es aceptarlo como Señor y Salvador de
nuestra existencia.
La vida eterna. La vida es el
primero de los dones de Dios. La vida humana ha de ser acogida con gratitud y
responsabilidad. Pero saber que nuestra vida puede ser eterna en Dios es el
mayor premio a esa fe, que también nos ha sido dada.
“Gloria al Padre, y al Hijo y
al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de
los siglos. Amén”.
D. José-Román Flecha Andrés
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