Reflexión homilética para el Domingo 20 de Septiembre de 2015
El encuentro de hoy, querido amigo, es muy necesario
para ti y para mí. Y nos vamos con Jesús, como siempre, que es el centro de
nuestro corazón, de nuestro amor y de nuestra forma de ser. Jesús deja la
Galilea y va camino de Cafarnaún para llegar a la casa de Pedro. Allí va
adoctrinando a los discípulos y nota cómo entre ellos discuten, y les da
después la gran lección de la humildad. Lo vamos a ver en el texto que nos dice
hoy San Marcos en el capítulo 9, versículo 30-37: Al salir de allí, caminaban a través de Galilea, y no
quería que nadie lo supiera porque iba instruyendo a sus discípulos, y les
decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, que lo
matarán, y una vez muerto, después de tres días resucitará”. Pero ellos no
entendían estas palabras y temían preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa les
preguntó: “¿Qué discutíais por el camino?”. Pero ellos callaban porque por el
camino habían discutido entre ellos sobre quién era el mayor. Entonces se
sentó, llamó a los doce y les dice: “Si alguno quiere ser el primero, hágase el
último y el servidor de todos”. Y tomando a un niño, lo puso en medio de ellos,
y después de abrazarlo les dijo: “Quien reciba en mi nombre a uno de estos
niños, a mí me recibe, y cualquiera que me recibe, no es a mí a quien recibe,
sino al que me envió”.
También, querido amigo, nos pasa como a los
discípulos. Estamos escuchando cómo Jesús nos da la lección del sufrimiento, de
la cruz, y nos metemos en el grupo de los discípulos camino a Cafarnaún y ahí
nos vamos con ellos. Y durante ese camino escuchamos cómo Jesús nos repite una
y más veces en qué consiste su Reino, en qué consiste su muerte, en qué
consiste su resurrección. Pero también nos pasa como a los discípulos: oímos
muchas veces la palabra «Reino» y queremos ser los primeros. Mira, querido
amigo, cómo ellos discuten, y discuten por quién va a ser el primero cuando ya van
llegando camino de la casa de Pedro (se supone en Cafarnaún). Se acerca Jesús y
les dice: “Veníais discutiendo en el camino, ¿por qué discutíais?, ¿qué es lo
que os pasaba? ¿Quién pensáis que es el mayor en el Reino de los Cielos?”.
Jesús descubre sus sentimientos y con enorme humanidad, con todo amor, con toda
paciencia, con todo cariño les da —y nos da a ti y a mí— la gran lección de la
humildad; y esa lección de la humildad la necesitamos continuamente. Y nos dice
una frase lapidaria: “Quien quiera ser el primero, que sea el último y el
servidor de todos”.
Esta lección nos viene bien siempre. ¿Qué busco en mi
vida: honores, alabanzas, reinar, dominar, que me acojan, que me hagan…? Pero a
Jesús… le gusta eso, pero quiere que sea profundamente de otra manera, quiere
que sea humilde. Y con enorme amabilidad, cuando llega a la casa de Pedro se
sienta con tranquilidad, con gran paz, con serenidad y a la vez con la
autoridad que Él tiene para enseñar, reúne a sus doce discípulos y les explica
en qué consiste el ser del Reino de los Cielos. Y para hacerlo más gráfico y
para que lo entiendan, llama a un niño de los que habría por ahí, lo coge, lo
pone en sus brazos, lo tiene en medio y dice: “En verdad, en verdad os digo que
si no os hacéis como niños, no entráis en el Reino de los Cielos. Y si no os
hacéis como ellos, no podéis ser ni el mayor ni nada. No entraréis en el Reino
de los Cielos”.
¡Qué lección tan profunda nos da Jesús hoy: la
humildad! La humildad, querido amigo —que nos pasa como a los discípulos— la
necesitamos tú y yo fuertemente, y la necesitamos con urgencia. Cuántas veces
ha dicho Jesús: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”.
Y este anuncio de la Pasión, de todo…, les cuesta entenderla a los discípulos;
y a mí y a ti nos cuesta entender también la cruz, la renuncia, la exigencia.
No entendemos las lecciones de Jesús… Y estos pobres hombres, que son tan
humanos como soy yo, necesitamos las lecciones y el aprendizaje del Maestro, de
Jesús. Y a veces nos ponemos a discutir quién es más importante. Pero ellos
después se sienten avergonzados. Cuando Jesús mira mis pretensiones, me siento también
avergonzado y tengo que callar. Soy consciente de las ambiciones que tengo, soy
consciente de los deseos de honra, de alabanza, de aplauso…
¡Qué contraste con lo que quiere Jesús! Jesús quiere
la humillación, el silencio, el sufrimiento… y yo sueño con todas las grandezas
humanas. Pero ¡qué grande es Jesús, cómo nos corrige, cómo nos educa, qué arte
tiene de corregir con amor y con suavidad y con grandeza! Y nos dice el nuevo
estilo del Reino de los Cielos. El estilo del Reino de los Cielos es ser
humilde, es estar al servicio de los demás: “Quien quiera ser el primero que
sea el último de todos y el servidor de todos”; ese espíritu de servicio, ese
espíritu de entrega, de amor…
Y qué imagen tan gráfica: veo a Jesús con este niño
en medio, abrazándolo, para que entienda que tengo que ser como un niño, que es
el símbolo de la debilidad, de la indefensión, de la pureza de mente, del amor,
de la necesidad de que su padre le acoja o su madre le cuide. Tengo que ser
así, humilde, necesitado, y estar así en brazos de Dios. ¡Cómo me gusta a mí la
infancia espiritual! ¡Cuántas almas se han santificado con ella! Ponerse como
un niño en brazos de su padre, dejarse abrazar por el amor de Dios… Pero para
esto hay que ser muy humilde, muy pequeño, muy pobre, muy necesitado; y vivir
alegre, como un niño vive, que acepta cualquier sonrisa, que hace cualquier
gesto de amor.
¡Qué diferencia de vida la tuya de la mía, Jesús! Yo
busco grandezas, rangos sociales, riquezas, poder… y Tú dices: “No, así no
conmigo, hijo mío, así no. Mi Reino consiste en el servicio, pero prestado a lo
más pequeño, a lo más necesitado”. ¡Y cómo valoras y examinas al final de la
vida esta pobreza, esta necesidad! A los ojos del mundo servir es humillante,
pero a los ojos de Dios es gloria, porque estando así recibimos el aire de
Jesús, el agua de Él, de su corazón, la luz de su sol, que es vida. Tú te has
definido siempre como el que sirve: “No os dejéis llamar maestros”.
Querido amigo, tú y yo creo que nos podríamos
preguntar al final de cada jornada: ¿qué he hecho hoy?, ¿he sido orgulloso?,
¿he querido, he necesitado las grandezas, las alabanzas? He servido hoy, pero
¿a quién?, ¿a qué hora?, ¿cómo? ¿He transcurrido el día prestando algún
servicio? Sí, querido amigo, deberíamos borrar de nuestra vida los días que no
hayamos hecho nada, no hayamos servido, no hayamos sido humildes. Porque siendo
así, lo que hago a los demás se lo hago a Jesús; y siendo así, comprenderé la
cruz, el sufrimiento de los demás.
Es un encuentro bonito, candoroso, una escena
preciosa ver a Jesús rodeado de sus discípulos y con un niño en brazos, ver
cómo nos enseña. Hoy vamos a ser alumnos de Jesús; pero unos alumnos con unos
ojos grandes, mirándole sin pestañear y oyendo todo lo que dice y aprendiendo
la gran lección que nos quiere dar hoy. Se dirige a ti y a mí y me dice: “Hijo,
hija mía, tienes que ser humilde. No quieras ser la primera en el orgullo, en
todo… Pero sí la primera en el servicio a todos, porque la felicidad que tú añoras
sólo la vas a conseguir cuando te des a los demás, cuando puedas decir al final
del día: «Señor, te he servido y he servido por amor tuyo, he procurado hacer
un poco más feliz la vida de los que tengo al lado, la vida de los que viven conmigo»”.
Y ahora recuerdo aquella estrofa de Rabindranath Tagore, que dice: “Dormí y
soñé que la vida era alegría. Desperté y vi que la vida era servicio. Y serví y
vi que el servicio era alegría”.
Nos quedamos, querido amigo, en este encuentro escuchando
al Señor, pero pidiéndole con gran intensidad la lección de ser humilde. Que yo
aprenda a ser humilde —esas letanías del Cardenal Merry del Val—, que sea
humilde ante lo que me cuesta, ante las personas, ante lo difícil, ante todo lo
que no es tuyo. Que sepa ser humilde y que sepa servir y que sepa amar y que
sepa acoger la vida así, como un niño, como un niño en tus brazos. También me
pasará como a los discípulos, que no entienden y discuten por todo. Pero yo
quiero ser un discípulo tuyo, aunque sea el último. Pero que sea servidor de
todos, y que no tenga esas grandes ambiciones, porque Tú me aceptas así: pobre,
pequeño, humilde.
María es la gran Maestra de la humildad. Le vamos a
pedir con toda intensidad: “Enséñanos a ser humildes, Madre mía. Cobíjanos bajo
tu manto para que ante cualquier situación sepamos ser servidores y los últimos
de todo, para engrandecerte a ti”.
Es la gran lección que hoy nos das en este encuentro.
Que yo aprenda también a ser ese niño pequeño en tus brazos. Y quisiera ser
así, tan pequeña, tan pequeña que Tú me tengas en tus brazos, Jesús. Que Tú me
tengas en tus brazos y ahí me hagas y me enseñes a ser humilde, servidora,
fiel, y una discípula que siempre está pendiente de tus palabras y de las
lecciones que Tú me das. Gracias, Jesús, por esta gran lección de la humildad.
Enséñame a ser humilde, fiel y buena en mi vida, enséñame a ser como Tú quieres
y como Tú deseas y sueñas de mí. Gracias, Jesús. “El primero de todos que sea
el servidor de todos”. Gracias, Jesús.
Francisca Sierra Gómez
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