Homilía del Papa Francisco Misal
Crismal 2015
El cansancio y el descanso
sacerdotal: Jesús, olor a oveja y la mirada de padre
«Lo sostendrá mi mano y le dará
fortaleza mi brazo» (Sal 88,22), así piensa el Señor cuando dice para sí: «He
encontrado a David mi servidor y con mi aceite santo lo he ungido» (v. 21). Así
piensa nuestro Padre cada vez que «encuentra» a un sacerdote. Y agrega más:
«Contará con mi amor y mi lealtad. Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios
que me protege y que me salva» (v. 25.27).
Es muy hermoso entrar, con el
Salmista, en este soliloquio de nuestro Dios. Él habla de nosotros, sus
sacerdotes, sus curas; pero no es realmente un soliloquio, no habla solo: es el
Padre que le dice a Jesús: «Tus amigos, los que te aman, me podrán decir de una
manera especial: ”Tú eres mi Padre”» (cf. Jn 14,21). Y, si el Señor piensa y se
preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea de ungir al
pueblo fiel es dura; nos lleva al cansancio y a la fatiga. Lo experimentamos en
todas sus formas: desde el cansancio habitual de la tarea apostólica cotidiana
hasta el de la enfermedad y la muerte e incluso a la consumación en el
martirio.
El cansancio de los sacerdotes…
¿Sabéis cuántas veces pienso en esto: en el cansancio de todos vosotros? Pienso
mucho y ruego a menudo, especialmente cuando el cansado soy yo. Rezo por los
que trabajáis en medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y muchos
en lugares muy abandonados y peligrosos. Y nuestro cansancio, queridos
sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al cielo (cf. Sal
140,2; Ap 8,3-4). Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre.
Estén seguros que la Virgen María
se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al Señor. Ella,
como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y no se fija en
nada más. «Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos… ¿No estoy yo
aquí, que soy tu Madre?», nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cf.
Evangelii gaudium, 28,6). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: «No tienen vino».
Sucede también que, cuando
sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede venir la tentación de
descansar de cualquier manera, como si el descanso no fuera una cosa de Dios.
No caigamos en esta tentación. Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús,
que nos acoge y nos pone de pie: «Venid a mí cuando estéis cansados y
agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Cuando uno sabe que, muerto de
cansancio, puede postrarse en adoración, decir: «Basta por hoy, Señor», y
claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que se renueva
porque, al que ha ungido con óleo de alegría al pueblo fiel de Dios, el Señor
también lo unge, «le cambia su ceniza en diadema, sus lágrimas en aceite
perfumado de alegría, su abatimiento en cánticos» (Is 61,3).
Tengamos bien presente que una
clave de la fecundidad sacerdotal está en el modo como descansamos y en cómo
sentimos que el Señor trata nuestro cansancio. ¡Qué difícil es aprender a
descansar! En esto se juega nuestra confianza y nuestro recordar que también
somos ovejas. Pueden ayudarnos algunas preguntas a este respecto.
¿Sé descansar recibiendo el amor,
la gratitud y todo el cariño que me da el pueblo fiel de Dios? O, luego del
trabajo pastoral, ¿busco descansos más refinados, no los de los pobres sino los
que ofrece el mundo del consumo? ¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí
«descanso en el trabajo» o sólo aquel que me da trabajo? ¿Sé pedir ayuda a
algún sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo, de mi auto-exigencia, de mi
auto-complacencia, de mi auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con el
Padre, con la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para
reposarme en sus exigencias —que son suaves y ligeras—, en sus complacencias —a
ellos les agrada estar en mi compañía—, en sus intereses y referencias —a ellos
sólo les interesa la mayor gloria de Dios—? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo
la protección del Señor? ¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez
mi defensa, o me confío al Espíritu que me enseña lo que tengo que decir en
cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o, como Pablo, encuentro
descanso diciendo: «Sé en Quién me he confiado»(2 Tm 1,12)?
Repasemos un momento las tareas
de los sacerdotes que hoy nos proclama la liturgia: llevar a los pobres la
Buena Nueva, anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos,
dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías
agrega: curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.
No son tareas fáciles,
exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas —construir un nuevo salón
parroquial, o delinear una cancha de fútbol para los jóvenes del Oratorio… —;
las tareas mencionadas por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son
tareas en las que nuestro corazón es «movido» y conmovido. Nos alegramos con
los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar; acompañamos a
los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a las familias; nos apenamos
con el que recibe la unción en la cama del hospital, lloramos con los que
entierran a un ser querido… Tantas emociones, tanto afecto, fatigan el corazón
del Pastor. Para nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un
noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo que les
está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos (al padecer con
ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil pedacitos, y es conmovido
y hasta parece comido por la gente: «Tomad, comed». Esa es la palabra que
musita constantemente el sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo
fiel: «Tomad y comed, tomad y bebed…». Y así nuestra vida sacerdotal se va
entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios… que siempre
cansa.
Quisiera ahora compartir con
vosotros algunos cansancios en los que he meditado.
Está el que podemos llamar «el
cansancio de la gente, de las multitudes»: para el Señor, como para nosotros,
era agotador —lo dice el evangelio—, pero es cansancio del bueno, cansancio
lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le
traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que
venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí…, no le
dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la
gente. Al contrario, parecía que se renovaba (cf. Evangelii gaudium, 11). Este
cansancio en medio de nuestra actividad suele ser una gracia que está al
alcance de la mano de todos nosotros, sacerdotes (cf. ibíd., 279). ¡Qué bueno
es esto: la gente ama, quiere y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos
deja sin tarea directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la
ciudad en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es sano.
Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja…, pero con sonrisa de papá que
contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños. Nada que ver con esos que huelen
a perfume caro y te miran de lejos y desde arriba (cf. ibíd., 97). Somos los
amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si Jesús está pastoreando en medio de
nosotros, no podemos ser pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es
peor, pastores aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres… Sí, bien cansados,
pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir: «Venid a mí, benditos
de mi Padre» (Mt 25,34).
También se da lo que podemos
llamar «el cansancio de los enemigos». El demonio y sus secuaces no duermen y,
como sus oídos no soportan la Palabra, trabajan incansablemente para acallarla
o tergiversarla. Aquí el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No sólo se
trata de hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que
defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal (cf. Evangelii gaudium,
83). El maligno es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un
momento lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí necesitamos
pedir la gracia de aprender a neutralizar: neutralizar el mal, no arrancar la
cizaña, no pretender defender como superhombres lo que sólo el Señor tiene que
defender. Todo esto ayuda a no bajar los brazos ante la espesura de la
iniquidad, ante la burla de los malvados. La palabra del Señor para estas
situaciones de cansancio es: «No temáis, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).
Y por último —para que esta
homilia no os canse— está también «el cansancio de uno mismo» (cf. Evangelii
gaudium, 277). Es quizás el más peligroso. Porque los otros dos provienen de
estar expuestos, de salir de nosotros mismos a ungir y a pelear (somos los que
cuidamos). Este cansancio, en cambio, es más auto-referencial; es la desilusión
de uno mismo pero no mirada de frente, con la serena alegría del que se
descubre pecador y necesitado de perdón: este pide ayuda y va adelante. Se
trata del cansancio que da el «querer y no querer», el haberse jugado todo y
después añorar los ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la ilusión de
ser otra cosa. A este cansancio, me gusta llamarlo «coquetear con la mundanidad
espiritual». Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores
de la vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión
de que ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo. La
palabra del Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio: «Has sufrido,
has sido perseverante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has
desmayado. Pero tengo contra ti que has dejado tu primer amor» (2,3-4). Sólo el
amor descansa. Lo que no se ama cansa y, a la larga, cansa mal.
La imagen más honda y misteriosa
de cómo trata el Señor nuestro cansancio pastoral es aquella del que «habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1): la escena del lavatorio
de los pies. Me gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor
purifica el seguimiento mismo, él se «involucra» con nosotros (cf. Evangelii
gaudium, 24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano untuoso que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.
Sabemos que en los pies se puede
ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el modo de seguir al Señor se expresa
cómo anda nuestro corazón. Las llagas de los pies, las torceduras y el
cansancio son signo de cómo lo hemos seguido, por qué caminos nos metimos
buscando a sus ovejas perdidas, tratando de llevar el rebaño a las verdes
praderas y a las fuentes tranquilas (cf.ibíd. 270). El Señor nos lava y
purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Eso es
sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra él las
besa, la suciedad del trabajo él la lava.
El seguimiento de Jesús es lavado
por el mismo Señor para que nos sintamos con derecho a estar «alegres»,
«plenos», «sin temores ni culpas» y nos animemos así a salir e ir «hasta los
confines del mundo, a todas las periferias», a llevar esta buena noticia a los
más abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los días, hasta el
fin del mundo (cf. Mt 28,21). Y sepamos aprender a estar cansados, pero ¡bien
cansados!
Papa Francisco
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