Homilía para el Domingo 8 de Marzo de 2015. 3º de
Cuaresma B.
“Yo soy el Señor, tu Dios, que te
saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Éx
20,2). Así suena la introducción al Decálogo que, de parte de Dios, Moisés
entrega al pueblo de Israel. Antes de enumerar los mandamientos, se recuerda la
acción liberadora de Dios. La iniciativa ha venido de Él.
A la luz de ese recuerdo, los
mandamientos se entienden como la respuesta humana a aquella iniciativa de
Dios. Si el pueblo quiere ser libre habrá de tutelar los grandes valores
morales, como la dignidad de la familia y de la vida humana, la armonía del
matrimonio, la promoción de la justicia y el testimonio de la verdad.
Pero, junto a esos valores
humanos, que garantizan la paz y la convivencia social, hay que descubrir el
valor de lo divino. Sólo Dios es Dios. Poner a las cosas o a las estructuras en
el puesto de Dios es caer en el barranco de la idolatría.
ENTREGA Y PROMESA
En este tercer domingo de
cuaresma se proclama un conocido relato del evangelio de Juan (Jn 2, 13-25). En
vísperas de la fiesta de la Pascua, Jesús expulsa de los pórticos del templo de Jerusalén a los
mercaderes que venden bueyes, ovejas y palomas para los sacrificios y a los que
cambiaban el dinero profano por las monedas aceptadas para las ofrendas.
Como se ve, la actividad de los
mercaderes estaba al servicio del culto que se celebraba en el templo. Pero
oscurecía el camino de la fe y apagaba la alegría de los salmos de los
peregrinos que llegaban de lejos. El texto nos dice que solo Dios es Dios. Es
fácil sustituirle por los ídolos. Hasta el comportamiento más cercano a lo
sagrado puede estar impregnado por la mundanidad.
Los fariseos piden a Jesús un
signo que demuestre la autoridad con la que actúa al expulsar a los vendedores
y oponerse al sistema establecido. Pero no son capaces de admitir los signos de
misericordia y compasión que Jesús va derramando por todas partes. Y menos aún
reconocen a Jesús como el verdadero y definitivo signo de Dios.
LOS SIGNOS Y LA VOZ
El relato evangélico de la
limpieza del templo incluye una triple observación que merece ser meditada
también en estos días:
Jesús hablaba del templo de su
cuerpo. Cristo muerto y resucitado es el templo último y definitivo. Su
humanidad era, es y será el espacio en el que Dios se manifiesta al hombre y en
el que los hombres pueden acercarse verdaderamente a Dios.
Jesús ofrecía como signo su poder
para reconstruir el templo. Pero no se refería a la construcción herodiana,
sino a su propio cuerpo. En él descubrimos a Dios. En él damos gloria a Dios y
nos encontramos en oración con todos los creyentes.
Cuando Jesús resucitó, sus
discípulos se acordaron de sus palabras y dieron fe a la Escritura y a la
palabra de Jesús. No se trata solo de un recuerdo psicológico. Se trata de una
memoria en el Espíritu, que lleva a los discípulos hasta la verdad plena.
Padre santo, que tu Espíritu
nos ayude a descubrir el valor de tus mandamientos, a reconocer a Jesús
resucitado como el signo definitivo de tu misericordia y a creer en su palabra
de vida y salvación.
D. José-Román Flecha Andrés
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