Reflexión homilética para el Domingo 15 de Marzo de 2015. 4º de Cuaresma, B.
“El Señor, el Dios de los cielos,
me ha dado todos los reinos de la tierra” (2Cr 36,23). Así habla Ciro, rey de
los persas. Sus palabras se repiten al principio del libro de Esdras. La
conquista de Babilonia por parte de Ciro es una buena noticia para los hebreos.
Termina el tiempo de su exilio y se anuncia la posibilidad de retornar a
Jerusalén y reedificar el templo.
El segundo libro de las Crónicas
presenta el exilio como un castigo de Dios por los pecados de su pueblo y por
la dureza del corazón de sus gentes. Dios siempre había tenido compasión de su
pueblo. Por eso le había enviado mensajeros, pero las gentes se burlaron de
ellos y despreciaron a los profetas.
A pesar de todo, prevalece la
misericordia del Señor. Ciro es su mensajero. Y el gran rey reconoce que solo
de Dios le ha venido el imperio. Así que Ciro aparece como un salvador enviado
por el mismo Dios. Con él se empieza a entrever la continuidad de las
instituciones davídicas.
VIDA ETERNA
Cuatro palabras se repiten una y
otra vez en el evangelio de Juan que se proclama en este cuarto domingo de
Cuaresma: la salvación y la creencia, la vida eterna y la luz (Jn 3, 14-21).
La salvación es liberación del
mal. En el diálogo con Nicodemo, Jesús se compara con la serpiente de bronce
que Moisés había levantado en el desierto. Los que volvían a ella sus ojos
reconocían sus propios pecados. En Jesús levantado en alto descubrimos la
misericordia de Dios que perdona nuestros pecados. “Dios no mandó su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
En esta primera mención a la fe,
hasta cinco veces se habla de la necesidad de “creer” en Jesús y en su nombre,
es decir en su misión. Esa es la actitud fundamental y necesaria para la
salvación: “El que cree en él no será condenado; el que no cree ya está
condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”.
La vida eterna es un don que Dios
entrega a los creyentes por medio de Jesús. O mejor, Jesús es el verdadero don
de Dios. Quien crea en él tendrá vida eterna. La entrega de Jesús es signo del
amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no
perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.
LA LUZ Y LA VERDAD
La cuarta palabra que emplea este
texto del evangelio de Juan es la luz. Los hombres a veces la detestan. Otras
veces prefieren las tinieblas. Pero algunos se acercan a la luz. Evidentemente,
la luz no es algo, sino alguien. Con ella se identifica Jesús.
Detestan la luz todos aquellos
que obran perversamente, porque no quieren verse acusados por la maldad de sus
acciones u omisiones.
Prefieren las tinieblas a la luz
todos aquellos que en el fondo de su conciencia han llegado a descubrir que sus
obras son malas.
Y se acercan a la luz los que
realizan la verdad. La verdad no es algo que se conoce o se sabe. La verdad se
practica cuando las obras son hechas según los planes de Dios.
Padre santo, que tu Espíritu
nos ayude a practicar la verdad, amar la luz y creer en tu Hijo Jesucristo,
para que su salvación nos dé vida eterna. Amén
D. José-Román Flecha Andrés
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