Reflexión Evangelio Domingo 7 de Septiembre de 2025. 23º del Tiempo Ordinario.
«¿Quién comprende lo que Dios quiere?» (Sb 9,13-18)
La sabiduría de Dios es un don. Es un regalo necesario y valioso: siendo un don imprescindible para ordenar nuestra vida cristiana conforme al amor divino, resulta la paradoja de que no es alcanzable solo por esfuerzo humano, a fuerza de voluntad. Nuestro pensamiento está condicionado por el cuerpo y lo terrenal; incluso los grandes filósofos no logran un consenso absoluto acerca de esta materia. La realidad es que humanamente somos limitados, y necesitamos de la fuerza que viene de lo alto: la pasión que nos infunde el Espíritu de Dios. Dios se nos revela, nos habla de forma cercana, adaptándose a nuestra condición humana, y nos concede sabiduría que no es erudición, sino camino de gozo y de vida.
La sabiduría es una opción. Como un rey que mide fuerzas antes de la batalla, el discípulo del Señor debe discernir si está dispuesto a seguir a Jesús: se trata de evaluar nuestro compromiso religioso, moral y social con la Iglesia de Cristo. Apostar por Dios implica a su vez renunciar a afectos, valores y proyectos que se oponen a Cristo, y esto pasa por una batalla interior, una ineludible lucha espiritual. Si bien la entrega al plan de salvación del Señor conlleva esta pugna, a su vez conduce a la amistad con Cristo: paz profunda, luz imperecedera.
El Señor, refugio ante la fragilidad de la vida
«Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación» (Sal 89)
El Salmo 89 nos recuerda que, frente a la fragilidad y la brevedad de la vida humana, Dios es nuestro refugio constante y seguro, a lo largo de todas las generaciones. Aunque sintamos que nuestra existencia es efímera como la hierba o una vela nocturna, la misericordia de Dios, dispensada por su fidelidad, perdura por siempre. Este salmo nos invita a confiar en el amor protector del Señor, a buscar en Él la fortaleza para vivir con sentido y esperanza, especialmente en los momentos de incertidumbre. Para el creyente Dios se convierte en el ancla firme que sostiene nuestra vida, y esto nos llena de paz y alegría, de gozo y felicidad.
El amor cristiano que transforma y libera: la
carta a Filemón
“Recíbelo no como esclavo, sino como hermano querido” (Flp 9b-10.12-17)
En esta carta, Pablo nos muestra cómo el amor cristiano transforma las relaciones humanas. Onésimo, antes esclavo y ahora hermano en Cristo, es un signo vivo de la reconciliación que Jesús realiza en nuestras vidas. No solo un perdón, instantáneo, sino todo un proceso de reconciliación. Pablo no solo pide que Filemón reciba con cariño a quien antes fuere su siervo esclavo, sino que lo considere como a un igual, un hermano querido. Este llamado nos desafía a vivir una comunidad basada en el respeto y la igualdad en dignidad, donde las barreras culturales, de causa humana, se disuelven en un amor superior: la gracia de Cristo Jesús. La fe no solo transforma el corazón, sino nuestra vida moral en general, según el ideal del Evangelio. Cristo, por su Espíritu, renueva nuestras actitudes y relaciones. Nuestro mundo interior termina teniendo efectos externos.
Gloria y cruz del discipulado
«Quien no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14,25-33)
Cristo describe la vida de sus discípulos con dos comparaciones oportunas: como una torre que hay que construir o como una batalla que hay que librar (y en la cual es preciso saber cómo y cuándo entrar).
1. Torre que edificar. Una torre representa algo sólido, visible y que perdura. Una edificación de altura. Así, el discipulado es una construcción que lleva tiempo y esfuerzo, e implica cierta actitud religiosa. No se hace de la noche a la mañana. Igual que el arquitecto calcula el coste antes de poner el primer ladrillo, el discípulo se pregunta:
¿Estoy dispuesto a poner a Cristo por encima de
todo?
¿Acepto que esta misión comprometerá toda mi
vida?
La gloria está en ver la torre erguida, firme en medio del mundo; la cruz, en asumir el trabajo paciente y la renuncia que supone superarse a uno mismo, en medio de retos y dificultades.
2. Batalla que librar. El seguimiento de Jesús es también una lucha espiritual, contra aquello que nos aparta de Él: el egoísmo, la comodidad (zona de confort), el miedo irracional, la tentación de abandonar el barco que es la Iglesia. Como un rey que evalúa sus fuerzas antes de ir a la guerra, el discípulo ha de discernir si está dispuesto a entrar en esta pugna vital. La victoria está asegurada en el Resucitado, pero hay que llevarla a cabo a lo largo del camino, y camino de la fe.
La gloria está en luchar del lado de Cristo,
Señor de la victoria.
La cruz, en enfrentar la dureza del combate, en
medio de «la noche».
¿Victoria garantizada?
El éxito que promete Jesucristo no se da según los criterios del mundo. Desde fuera, el discipulado puede parecer una derrota, un fracaso a priori: perder bienes, status de vida o incluso la vida misma (en el caso del martirio). Pero, según la lógica del Evangelio, la victoria está asegurada, porque el Maestro ya ha vencido al pecado y a la muerte, enemigos de Dios. La condición para nuestro éxito: perseverar en la santidad, abrazar la cruz que viene con el seguimiento de Cristo.
En definitiva, la gloria del discípulo es
participar en la vida y la misión de Jesús, su Señor, Nuestro Señor. Si bien
implica renunciar a todo lo que impida esa comunión. Quien acepta ambas
dimensiones (luz y cruz), edifica la torre y libra la batalla definitiva, con
la certeza de que la victoria ya es nuestra, incluso por adelantado. Nuestra
vida crucificada es el único camino al cielo: la vida eterna.