Reflexión Evangelio del Domingo 6 de Julio de 2025. 14º del Tiempo Ordinario.
Acabamos de escuchar cómo san Lucas se esfuerza en mostrar que Jesús envió a sus setenta y dos discípulos a hacer físicamente presente el Evangelio en este mundo por medio de su trato fraterno, transmitiendo a todos la paz que procede de Dios. A los setenta y dos no les habla de predicar en las plazas y las encrucijadas, sino de hospedarse en los hogares para convivir con las familias, comiendo lo que en ellas se come, sin pedir nada especial. Es así, con el trato fraterno y cercano como mejor se comunica la paz evangélica.
Podemos ver que Jesús envió a sus discípulos como mediadores suyos, pues les envió a hacer lo mismo que Él hacía, ya que se mezclaba con la gente y no tenía reparos en comer y beber lo que le servían. Jesús hacía presente el Reino de Dios en el núcleo más íntimo de las familias, haciéndolas ver que lo que Él predicaba no eran meras palabras bonitas, sino algo muy real que cambiaba la vida de los que le escuchaban y le acogían con un corazón dócil y abierto.
Pues bien, las tres lecturas que acabamos de escuchar hablan de esto último: de la paz divina que va asociada a la vivencia compartida del Evangelio.
El profeta Isaías habla a los israelitas que han regresado a Jerusalén tras el exilio en Babilonia, en el siglo VI a.C. Lo hace con palabras llenas de esperanza, pues en esos tiempos Jerusalén estaba en ruinas a causa de que había estado ocupada poco antes por los babilonios y éstos la habían destruido a conciencia. Les dice que Jerusalén se convertirá en una ciudad próspera y acogedora, donde los peregrinos podrán experimentar la paz divina teniendo un contacto íntimo con Dios. Dice concretamente: «como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (Is 66,13). Es la sensación de cariño y dulzura que uno siente en su interior cuando ha alcanzado una profunda unión con Dios. Eso es lo que los peregrinos experimentarán en Jerusalén cuando sea reconstruida.
La lectura de san Pablo corresponde al final de la carta a los Gálatas. En ella también nos habla de la paz divina. No es la paz de autocomplacencia que ofrecían los diversos movimientos religiosos y filosóficos que abundaban por entonces en el mundo grecorromano, sino la auténtica paz que brota de nuestro íntimo contacto con Dios en nuestro corazón, cuando somos coherentes con el Evangelio.
Por desgracia, ahora también abundan movimientos espirituales no cristianos que ofrecen la efímera paz que proporciona experimentar la armonía interior. No se trata de algo realmente espiritual, pues esa paz no procede de Dios sino que es fruto de ejercicios físicos y psicológicos de relajación. Podemos encontrar fácilmente dichos ejercicios buscando en Internet. Se trata de una falsa espiritualidad egoísta que busca la felicidad de uno mismo, no la felicidad de los que nos rodean.
Ciertamente, no es fácil alcanzar la verdadera paz que procede de Dios. Pues para lograrla Dios nos pide que renunciemos a todo aquello que nos aleja de Él. Y, sobre todo, nos pide que nos sacrifiquemos por los demás. Y eso es muy duro. No en vano se trata del camino de la cruz, del cual nos habla san Pablo. Nos dice: «La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma» (Gal 6,16), haciendo referencia a «la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gal 6,14).
Es la gran paradoja de la espiritualidad cristiana: quien se busca a sí mismo, y su propia paz, se pierde, porque no haya más que eso, su propia paz. Pero quien se niega a sí mismo y acepta seguir el duro camino del Evangelio, entonces encuentra la paz de Dios. Ésta es una experiencia tan grande, nos hace sentir tan bien, que, como ya hemos comentado, a Isaías le recuerda al cariño de su madre, cuando él era pequeño.
En definitiva, las lecturas de
hoy nos animan a vivir el Evangelio en la vida cotidiana, en nuestro hogar y en
los hogares que visitemos. Como hicieron los setenta y dos discípulos,
siguiendo el mandato de Jesús, compartamos con otros la paz que Dios nos
transmite en lo hondo de nuestro corazón. Solo así seremos realmente felices y,
sobre todo, haremos felices a los demás.
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