Reflexión del Evangelio del Domingo 16 de Junio de 2024. 11º del Tiempo Ordinario.
El reino de Dios es como la
semilla del grano de trigo. Depositada en la tierra, germina y crece por sí
sola. Semilla que entraña dentro de sí una fuerza secreta que actúa
indefectiblemente como verdadero principio vital acompañando todo el proceso de
su desarrollo. En ningún momento alude Jesús al trabajo del campesino, a
intervención humana alguna. Esté despierto o dormido, el sembrador no tiene que
preocuparse, pues el grano crece y se desarrolla sin que se sepa cómo. Es la
propia semilla la que hace su trabajo, se desenvuelve de forma independiente
desplegando toda su energía interna.
El reino de Dios es como el grano de mostaza.
A pesar de ser la más pequeña de las semillas, una vez sembrada, crece y echa
ramas tan grandes que las aves del cielo vienen a anidar a su sombra. La
parábola pone en primer plano el sorprendente y grandioso resultado final de la
acción de Dios, a la vez que subraya el valor decisivo del momento presente,
por muy insignificante que pueda parecer. Con esta imagen, el evangelista está
haciendo referencia a la alegoría del águila y el cedro del Líbano, muy conocida
en la tradición judía y recogida en la primera lectura, con la que el profeta
Ezequiel criticaba irónicamente la altivez, el orgullo y la vanagloria que se
arrogaban los faraones y emperadores como benévolos protectores y benefactores
de sus súbditos. En el nuevo reino mesiánico inaugurado por Jesús, es el Señor
quien gobierna y protege a su pueblo. Su reino
eterno, aunque pase casi desapercibido en el presente, está llamado a
convertirse en el frondoso árbol que dé cabida a toda clase de pueblos, razas y
lenguas.
Siervos inútiles somos; hemos
hecho lo que teníamos que hacer.
Es la actitud del creyente
consciente de la fuerza de la fe y del dinamismo que implica. Acoge
humildemente su papel de servidor sin sentirse por ello indispensable, pues
todo se lo debe a su Señor (Lc 17,10). Y es que la semilla del grano de trigo
germina y crece por sí sola augurando y garantizando su cosecha final. Uno solo
es el Señor que acompaña, guía y activa a su pueblo: el que moviliza todas sus
energías ya sea de día y de noche, estén en vela o dormidos; el que se encarga
de llevar a buen término la obra iniciada (Flp 2,13). En este sentido, no hay
por qué preocuparse del mañana estando en sus manos (Mt 6,25). Dios es fiel a
su promesa: la salvación, como el grano de trigo, ya está actuando.
Efectivamente, la Iglesia no actúa por su propio poder, no es el reino
soberano y eterno de Dios. Está sencillamente a su servicio como fiel
administradora de sus designios. Inspirada en su Señor y atenta a sus criterios
y proyecto de vida, busca en todo momento y lugar guardar con fidelidad y
solicitud cada uno de sus mandatos. Es así como su testimonio se convierte en
faro esclarecedor y signo de esperanza para cuantos, anidados en sus
respectivas comunidades, anhelan habitar un día las muchas estancias preparadas
en la casa del Padre (Jn 14, 2).
Caminamos a la luz de la fe.
Es lo que nos recuerda el Apóstol en la segunda
lectura: desterrados en nuestro cuerpo mortal, pero llenos de confianza y de
buen ánimo, para ir a habitar junto al Señor. Como el grano de mostaza, es la
semilla de la fe, escondida a los ojos de los poderes mundanos, la que va
modelando el mundo interior del creyente hasta configurarlo con el que murió en
el árbol frondoso de la Cruz. Ese es el objetivo primordial y la meta final del
recorrido conversivo y transformador del cristiano.
Así de paradójica es la gestación
que comporta el seguimiento discipular de Cristo Jesús. No nacemos cristianos.
Nos vamos haciendo en la medida que acogemos la Palabra de Dios dejándole
actuar libremente para que conforme nuestra existencia a la luz del
Crucificado, el Señor de la Gloria que enaltece a los humildes (Lc 1,52). No
somos los merecedores y protagonistas de esta metamorfosis y metabolismo del
espíritu, cuyo resultado final no está en nuestras manos. Somos sencillamente
receptores de una semilla de vida nueva, llamada a culminar en el frondoso
final de la bienaventuranza prometida.
Sobre el grano de trigo. ¿Confías
y te abandonas en el Señor? ¿No es Él, más allá de tu buena voluntad o
determinación, el que sustenta y activa cuanto haces?
Sobre el grano de mostaza.
¿Afrontas esperanzado, con paciencia y perseverancia, el largo proceso de
crecimiento y maduración que comporta el peregrinaje de la fe?
Fray Juan Huarte Osácar
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