domingo, 8 de junio de 2025

"SE LLENARON TODOS DEL ESPÍRITU SANTO"

 

8 de Junio de 2025. 8º Domingo de Pascua. Pentecostés.

En el marco de este Año Jubilar de la Esperanza, las lecturas propias de la solemnidad de Pentecostés nos indican cómo, con la venida del Espíritu Santo, los discípulos de Jesús, reunidos en el Cenáculo, se convierten en testigos del resucitado, para todos los pueblos.

Pasados cincuenta días, sin alejarse de Jerusalén y esperando la promesa del Padre se dejaron invadir por el Espíritu, comenzaron a hablar y por todos se hacían entender.

Habían aprendido a vaciarse de sus propios miedos, para dejar paso a Aquél de quien habían escuchado sería su Defensor. En el Cenáculo lo estaban experimentando.

De este modo, los discípulos pudieron compartir las verdades del Evangelio con los demás, en los idiomas de origen de las personas que los escuchaban.

Es el Espíritu Santo la memoria que actualiza en los apóstoles las palabras y hechos de Jesús, como él mismo les había prometido: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26).

Vivimos gracias a su inspiración, que es la que nos anima para decir a los hombres de nuestra hora, sin excluir a ninguno: “Levántate, camina, abre caminos para la esperanza y sé esperanza para los demás. No repitas lo ya sabido, sino permite que Él te transforme en una criatura nueva y recree el Don de Dios en tu vida”.

El desafío hoy, con palabras de nuestro hermano Fr. Timothy Radcliffe, no es lo que vamos a decir sino cómo lo vamos a vivir.

La experiencia de la Pascua origina testigos, desencadena la misión, y ésta entraña una dinámica de salida y de movimiento.

Se nos ha dicho que, “lo decisivo no es hacer mucho, sino la calidad de vida que irradian las personas y comunidades. Es contar con testigos en los que se pueda captar la fuerza humanizadora, transformadora y liberadora que nos regala el Resucitado”.

Creyentes creíbles, que se les note convencidos de aquello que anuncian, porque primero lo han hecho carne de su propia vida.

El testimonio exige una dinámica de misión, como afirmó Pablo VI: “Evangelizar constituye la dicha y la vocación de la Iglesia, su identidad más profunda; ella existe para evangelizar”.

Pentecostés inauguró el tiempo de la Iglesia y la misión de los creyentes en el mundo. Desde entonces, el Espíritu continúa dándose a las personas en condiciones siempre nuevas.

Es cierto que vivimos en el mundo de las máscaras. Nuestra sociedad valora más la apariencia que el ser genuinos, porque lo superficial prevalece sobre lo profundo y las expectativas ajenas moldean la propia identidad.

Sin embargo, este panorama no limita la acción del Espíritu. Los seguidores de Jesús estamos llamados a irradiar su Rostro, a mostrarlo en todo su esplendor, allí donde nos encontremos.

Confiemos y consintamos abandonarnos a la fuerza del “Dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo”. Él rompe cerrojos y abre puertas, para que vivamos sembrando esperanza. Y cambiemos el chip: más que hablar de Dios, es permitirle a Dios que hable por nosotros, así nuestro lenguaje será inteligible para todos.

Los discípulos se llenaron de alegría y acogieron la paz que el Resucitado les regalaba como saludo y como Don. Esta alegría es fruto del Espíritu, y revela dónde los corazones han puesto su tesoro y su esperanza.

El relato evangélico nos muestra cómo Jesús sopla, exhala su aliento y les entrega el Espíritu, la “Ruah”, que crea y renueva la faz de la tierra.

Por eso, quienes entraron temblorosos en el Cenáculo, ahora salen transformados. Se les regala la parresía, la audacia, como sello del Espíritu y testimonio de la autenticidad del anuncio.

A partir del primer Pentecostés de la historia, los creyentes tenemos una feliz seguridad: contamos con el Testigo Fiel, que protagoniza la historia y cumple cuanto promete. Siempre.

¿Somos pacientes para esperar y acoger el Don del Espíritu que Jesús nos regala también hoy? ¿Nos sentimos prisioneros de nuestros miedos? ¿Le permitimos a Dios entrar en nuestras vidas para que nos trasforme? ¿Nuestra fe es contagiosa? ¿Qué irradiamos? ¿Tratamos de que sea el Espíritu el protagonista de cuanto somos y hacemos?

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