Reflexión del Evangelio del 6 de Enero de 2024. Solemnidad de la Epifanía de Ntro. Señor Jesucristo.
A la búsqueda, como los Magos
Mateo es el único evangelista que
integra en su relato el acontecimiento que celebramos hoy: la llegada de los
Magos a Belén. Nos dice que vienen de lejos, de Oriente, en un largo viaje,
guiados por la estrella del Mesías, ayudados por Herodes, hasta postrarse ante
el Niño.
¿Por qué se tomaron tantas
molestias? No por mera curiosidad, sino porque buscaban algo, o mejor a
alguien, que era importante para sus vidas. Su búsqueda era sincera, no así la
de Herodes. Éste se sobresalta porque intuye la llegada de un poder que piensa
que puede amenazar el suyo. Los Magos se alegran, se postran y adoran porque
han encontrado no a un competidor, sino a un Dios que se hace partícipe y
objeto de su búsqueda.
Los humanos somos, como los
Magos, buscadores de sentido. Nada hay en la tierra ni en los cielos, por
gozoso y hermoso que sea, que satisfaga plenamente nuestro deseo de ser
felices. Decía San Agustín, otro buscador incansable, que “nos hiciste, Señor,
para ti y nuestro corazón está inquieto hasta llegar a ti”. Aunque nuestro
caminar no es siempre rectilíneo, sino en ocasiones sinuoso y confuso; no es un
plácido paseo sino un recorrido lleno de sorpresas y sobresaltos. A veces se
hace fatigoso, atisbamos la luz de la estrella o retornamos a la oscuridad de
la noche, incluso algunos que pueden orientarnos no son del todo sinceros con
nosotros. Pero, al final la perseverancia tiene su premio, así como la lucidez
para encontrarnos con Dios sin confundirle con sus sucedáneos.
Y cayendo de rodillas lo
adoraron
La fiesta de hoy, más allá de las
cabalgatas y los regalos, no es sólo de emociones y de admiración. Entre
creyentes es un día para la adoración. La adoración es una acción típicamente
religiosa, en la que nosotros, sus pequeñas criaturas, reconocemos y veneramos
la grandeza de Dios. Los Magos lo adoraron, nosotros también podemos adorarlo,
porque Dios no es algo sino alguien, no es una idea, es una persona. Y una
persona ante la que no cabe el temor porque nos ama entrañablemente. Él es el
sentido último de todas nuestras búsquedas.
Se ha escrito que “para adorar a
Dios es necesario detenerse ante el misterio del mundo y saber mirarlo con
amor. Quien mira la vida amorosamente hasta el fondo comenzará a vislumbrar las
huellas de Dios antes de lo que sospecha” (J.A. Pagola).
Efectivamente, ese es el secreto
de una actitud adoradora: mirar al mundo con amor. Y es que, efectivamente, hay
diversas maneras de mirar el mundo. Si lo miramos con avaricia lo deseamos, no
lo amamos. Si lo miramos con desconfianza nos protegemos de él, no lo amamos.
Si lo miramos con pesimismo lo despreciamos, no lo amamos. Mirar el mundo con
amor es mirarlo confiadamente, hasta el fondo, atisbando en él la presencia de
quien lo creó y lo redimió. Todo lo verdadero, lo bueno y lo bello que hay en
el mundo nos habla de Dios.
Lo que descubrimos cuando miramos
de ese modo el mundo es que no estamos solos ni perdidos en él. Dios se hace
presente y nos acompaña. A veces como un fuerte destello, como el fuego de la
zarza o la luz de la estrella, otras veces como una débil lucecilla. Pero, sea
como fuere, desde que Dios se hizo hombre no falta en el mundo la luz. Aunque,
como en tiempos de Isaías, “las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los
pueblos, sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán
los pueblos a tu luz” (1ª lectura), el mundo, y nuestro propio mundo interior
están llenos de su resplandor.
Dios se hace hombre para todos
El pueblo judío había
interpretado en clave nacionalista la profecía de Jeremías: “Ellos serán mi
pueblo y yo seré su Dios” (32,38). El relato de la llegada de los Magos a Belén
hace caer ese esquema tradicional. Dios no es sólo un Dios del pueblo y para el
pueblo. El uso partidista de la religión sigue siendo hoy un factor de
confrontación de personas, pueblos e intereses. Ese Dios, más que útil,
utilizado, no es el Dios cristiano. Nuestro Dios se hace hombre para todos. Es
un Dios que rompe nuestras barreras y está entre nosotros como un elemento de
encuentro y de concordia.
El Papa Francisco viene
repitiendo últimamente que Dios es un Dios de todos, todos, todos y que la
Iglesia tiene que estar abierta a todos, todos, todos. La fe no nos separa de
los demás: nos une profundamente con todos los humanos, porque “nada humano nos
es ajeno” (Publio Terencio). En la
escena bíblica, los Magos representan a lo diferente, lo inusitado, lo
desacostumbrado, lo extranjero… que en la contemplación y adoración del Niño se
hace prójimo, se hacen nuestros hermanos.
Este es un desafío para los
cristianos actuales: abrir las fronteras de nuestras tradiciones, nuestras
costumbres, nuestros intereses para hacer un lugar a quienes vienen de lejos
buscando seguridad y bienestar, porque “también los gentiles son coherederos,
miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el
Evangelio” (2ª lectura). El oro, el incienso y la mirra de nuestro tiempo son
nuestras mentes y corazones abiertos que ofrecemos a Dios cuando acogemos a
todos como hermanos.
Según el relato, María contempla
la escena del encuentro y “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su
corazón” (Lc. 2,19). Le pedimos a ella que también nos mire a nosotros hoy y
nos alcance la gracia de un corazón grande y acogedor. Que no alentemos
separaciones donde nuestro Dios suscite unidad.
Para nuestra reflexión
¿Qué te sugiere la narración de
la llegada de los Magos a Belén sintiéndonos parte de una Iglesia que está
llamada a ser hogar para quienes vienen de lejos?
¿Cómo la convicción de que la fe
es luz de Dios en nuestro mundo puede ayudarnos a comprenderle y estimarlo como
la casa que tenemos en común?
¿Qué puede explicar que los cristianos, pese a recordar con
frecuencia estos acontecimientos, no los vivamos con alegría?
Fray Fernando Vela
López
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