sábado, 19 de mayo de 2018

LA LLAMA Y SU LENGUAJE


 “Cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua”. Así concluye la primera lectura que se proclama en la celebración de la misa, en esta solemnidad de Pentecostés (Hech 2,11). Ese era el rumor que corría entre los peregrinos que habían acudido a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés.

El texto de los Hechos de los Apóstoles habla de un estruendo como de viento impetuoso y de una especie de llamaradas bajadas del cielo, que se posaban sobre cada uno de los apóstoles. El viento y el fuego son dos fuerzas cósmicas imparables.  Aquí reflejan la fuerza del Espíritu que renueva a los seguidores de Jesús.

Como ha dicho el papa Francisco, “era la llama de amor que quema toda aspereza; era la lengua del Evangelio que traspasa los límites puestos por los hombres y toca los corazones de la muchedumbre, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad” (24.5.2015).

En el salmo responsorial suplicamos a Dios que envíe su Espíritu para repoblar la faz de la tierra (Sal 103). Y escuchando a san Pablo, pedimos que los diversos ministerios inspirados por el Espíritu contribuyan de verdad al bien común de la Iglesia y del mundo (1Cor 12,3-7).   

LOS TRES ENCARGOS

El texto del evangelio que hoy se proclama (Jn  20,19-23) nos lleva hasta la casa en la que los discípulos de Jesús se habían refugiado después de la muerte de su Maestro. Se nos recuerda que habían procurado cerrar las puertas por miedo a los judíos. Pero el Señor llegó de pronto con tres encargos inolvidables

- En primer lugar, Jesús les mostró las manos y el costado. No se trataba de una ilusión. No era un fantasma. Las llagas que recordaban su pasión eran la prueba de la autenticidad de su misión y su mensaje. Él había entregado su vida y se presentaba como triunfador de la muerte.

- Además, Jesús enviaba a sus discípulos como el Padre lo había enviado a él. Siendo de condición divina, había caminado como un hombre. Y siendo de condición humana, compartía con sus discípulos una misión divina.

- Finalmente, Jesús entregó el Espíritu Santo a los suyos, otorgándoles la autoridad para perdonar o retener los pecados. No se trataba sólo de un poder. Les comunicaba el don y la responsabilidad del discernimiento sobre el bien y sobre el mal.

LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO

El texto evangélico anota cuidadosamente que “los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”.  No deberíamos olvidar esa anotación.

- Los discípulos de Jesús no se presentaron ante el mundo con el rostro macilento y resignado de los fracasados. A pesar de sus dudas y temores, habían recibido del Señor Resucitado las verdaderas razones para la alegría.

- La Iglesia de hoy no puede ignorar los sufrimientos que atenazan a tantas personas a lo largo y ancho del mundo. No puede caer en la indiferencia o en la ingenuidad. Tampoco en el fatalismo. No siempre podrá ofrecer satisfacciones, pero puede anunciar la alegría.

- Con nuestra vida y con nuestra presencia en el mundo, los cristianos queremos dar testimonio de que  “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Papa Francisco).

Señor Jesús, con tu resurrección tu has convertido nuestro temor en alegría. Que la llama del  Espíritu haga comprensible el lenguaje de amor que nos has confiado. Amén. 
D. José-Román Flecha Andrés

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