Reflexión Homilética para el 23 de Abril de 2017. 2º Domingo de Páscua.
“Los hermanos eran constantes en
escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del
pan y en las oraciones”. Este sumario nos evoca la vida de las primeras
comunidades de los discípulos del Señor (Hech 2,42). Las unen la escucha de la
Palabra, la celebración de los Misterios y el servicio de la caridad.
Esas actitudes no son unos ideales utópicos.
Muchos datos nos aseguran que realmente se vivió así, al menos en la comunidad
de Jerusalén. La memoria de Jesús no podía ser echada en el olvido. El Espíritu
del Resucitado la mantenía en la fe, la esperanza y la caridad.
Con el salmo 117 damos gracias al
Señor y proclamamos que Jesús, desechado por los hombres, ha sido glorificado
por el Padre, como la piedra angular del nuevo edificio.
Ahora bien, si creemos que Jesús
es el Cristo, es decir el Mesías, es que hemos nacido de Dios (1Jn 5,1).
Sabemos que si no amamos al prójimo tampoco amamos a Dios. Pero hoy se nos dice
también que es el amor a Dios lo que garantiza que nuestro amor a los demás es
auténtico. No podemos amar a los hijos
de Dios si no amamos a Dios.
LOS DONES DEL RESUCITADO
A estas lecciones y
proclamaciones de lo que es y ha de ser la comunidad se añade el mensaje
evangélico. Es en el seno de la comunidad donde los discípulos reciben la
manifestación del Señor Resucitado (Jn 20,19-31).
- Con su presencia, el Señor trae
otros preciosos dones. En primer lugar llena a sus discípulos de alegría.
Además les desea la paz. Y los envía al mundo, como él mismo había sido enviado
por el Padre. No podían esperar tanto aquellos discípulos que habían abandonado
a su Maestro en el momento de su arresto y en la hora de su muerte
- Además de la alegría, la paz y
el envío, Jesús les comunica un cuarto don, aún más sorprendente. No solo les
perdona su abandono, ciertamente vergonzoso, sino que, por medio de su
Espíritu, los convierte en mensajeros y agentes de su perdón: “A quienes
perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les
quedan retenidos”.
LA CONFESIÓN DE FE
Con razón el papa Juan Pablo II
quiso que este fuera el Domingo de la Divina Misericordia. Ante tales dones del
Resucitado hemos de dejar atrás nuestro resentimiento y dar el paso que lleva
al apóstol Tomás a pronunciar su personal confesión de fe.
- “Señor mío y Dios mío”. Así
reconocemos al que ha nos ha mostrado sus llagas y nos ha demostrado la
seriedad de su amor y la gratuidad de su entrega por nosotros y por nuestra
salvación.
- “Señor mío y Dios mío”. Así lo
adoramos todos los que él ha querido proclamar como bienaventurados, es decir, dichosos y
felices, por haber llegado a creer a pesar de no haber visto al Señor
Resucitado.
- “Señor mío y Dios mío”. Así
agradecemos la misericordia de Aquel que ha perdonado nuestra arrogancia, y nos
ha hecho mensajeros y portadores de su perdón para todos los que vuelven a él
sus ojos.
Señor Jesús, agradecemos tus
dones y tu misericordia. Ayúdanos a vivir con gozo y responsabilidad nuestra
vida en esta comunidad, construida sobre la piedra angular de tu entrega.
Bendito seas por siempre. Aleluya.
D. José-Román Flecha Andrés
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