Homilía para el Domingo 17 de Julio de 2016, 16 Tiempo Ordinario, C.
“Señor, ¿quién puede hospedarse
en tu tienda”. Ese es el estribillo del salmo responsorial que repetimos en
este domingo (Sal 14, 2-5). Es una pregunta que refleja una nostalgia profunda.
La de la persona que se ve perdida y desorientada por los caminos del mundo. La
del creyente que, en medio de tanto ruido, anhela la paz del santuario.
Pero ese deseo que da sentido a
nuestro canto, no parece responder al mensaje de la primera lectura que se
proclama en la eucaristía de hoy (Gén 18, 1-10a). No es Abrahán el que llega
como peregrino al santuario de Dios. Es el Señor el que llega hasta la tienda
de aquel pastor nómada.
Abrahán ve premiada su
hospitalidad, al recibir y agasajar a unos peregrinos que no conocía y a los
que tardó en reconocer como mensajeros de Dios. Como ha escrito el teólogo
judío Elías Wiesel, esa disposición para acoger al huésped es lo que convierte
a Abrahán en el padre de las tres grandes religioses monoteistas.
LA TIENDA Y LA CASA
Este hermoso relato anticipa la
lectura del Evangelio (Lc 10, 39-42). Evidentemente, la hospitalidad es el tema
que se ofrece a nuestra meditación. Es esta una virtud difícil. En otros
tiempos las gentes acogían a los peregrinos. Hoy desconfiamos de todos. De los
peregrinos, de los inmigrantes, de los refugiados. Preferimos vivir en la
indiferencia hacia los demás.
Es interesante ver que el texto
evangélico atribuye a Marta la iniciativa de la acogida: “Entró Jesús en una
aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa”. Marta se nos presenta,
por tanto, como una réplica de la actitud de Abrahán. La tienda del nómada es
ahora una casa. Si Abrahán no conocía a sus huéspedes, Marta parece conocer al
suyo.
No olvidemos la importancia que
tiene en los evangelios el verbo “recibir”. Se habla de recibir a los niños, a
un justo, a un profeta y a los discípulos. Y aún más. Jesús llega a decir: “El
que reciba al que yo envíe, a mi me recibe; y el que a mí me recibe, recibe al
que me envió” (Jn 13,20).
LA PIEDRA EN EL LAGO
Así pues, la hospitalidad no es
una decisión que afecte sólo a quien la practica. Ninguna de nuestras acciones
u omisiones termina en nosotros mismos. Somos como la piedra que produce un
oleaje en las aguas de un lago.
Al borde del desierto, Abrahán se apresuró
a recibir a los que llegaban hasta su tienda. Como sabemos, la hospitalidad de
Abrahán terminó por implicar también a su esposa Sara, que tras las lonas de la
tienda, escuchaba las promesas de los huéspedes. Una promesa de fecundidad y de
vida.
En una aldea, Marta “se multiplicaba” para
dar abasto con el servicio que deseaba prestar a Jesús. Pero la hospitalidad de
Marta beneficia a su familia. De hecho, encuentra su reflejo en la actitud de
su hermana María que, sentada a los pies del Señor, escucha su palabra. Una
palabra de vida y de salvación.
Señor Jesús, deseamos cumplir
esta obra de misericordia que nos invita a acoger al forastero. Ayúdanos a
superar nuestros prejuicios. Que tu Iglesia sea un hogar de acogida y de
hospitalidad para que nadie se sienta extraño en ella. Amén.
D. José-Román Flecha Andrés
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