¿Dónde estaban los abuelos de
Jesús?
De los abuelos de Jesús, sólo
sabemos de dos, los maternos y aún así por tradición y un evangelio apócrifo.
Los padres de José el carpintero, o habían muerto ya o el evangelista no los
considera relevantes para su relato. En cambio, Joaquín y Ana lo son y mucho.
Una antigua tradición del siglo
II atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de María. El culto
aparece para santa Ana ya en el siglo VI y para san Joaquín después. La
devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural del cariño y
veneración a la Madre de Dios.
Según esta tradición, la madre de
María nació en Belén. El nombre Ana significa "gracia, amor,
plegaria". La Sagrada Escritura nada dice de ella. Todo lo que sabemos
está en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los 24 años,
talludita para la época --las mujeres se desposaban entonces muy pronto, casi
adolescentes--, Ana se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo,
de Nazaret. Ana, descendía de la familia real de David. Veamos el papel de las
mujeres en toda esta historia.
Los abuelos de Jesús vivían en
Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales de esta manera: una
parte para los gastos de la familia, otra para el templo y la tercera para los
más necesitados.
Llevaban ya veinte años de
matrimonio y el hijo no llegaba, ausencia sin duda de la bendición divina,
según sus contemporáneos. Ana tiene ya 44 años y le queda poco tiempo para un
posible embarazo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre la esterilidad de la
familia como algo que les hacía indignos de entrar en la casa de Dios. Joaquín,
muy dolorido, se retira al desierto, para pedir a Dios un hijo. Ana intensifica
sus ruegos. Recordó a la otra Ana de las Escrituras, en el libro de los Reyes:
habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, un
gran profeta. Un paralelismo evidente en los nombres, y en el resultado de los
ruegos.
Desde los primeros tiempos de la
Iglesia, los abuelos de Jesús fueron honrados en Oriente; después se les rindió
culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.
Cuando se visita Tierra Santa, se
puede ver la probable casa en la que vivió María su infancia. Fue una niña
especial y como tal fue educada. Conocedora de las Escrituras, que enseñó a su
hijo Jesús. ¿Y dónde estaban Joaquín y Ana, los abuelos, el día del Nacimiento?
Estaban en Nazaret, pues de allí
era María. Se puede entrar hoy también en la casa –una casa de piedra de buena
factura, de gente acomodada, como casi todas las de Nazaret, un pueblo
próspero- en la que la joven desposada con José recibió el anuncio del enviado
Gabriel, y aceptó una misión divina para la que había sido elegida, no sin
cierto azaramiento --¿cómo puede ser esto?- en la confianza de la sabiduría del
Padre y de la generatividad del Espíritu Santo.
¿Dónde estaban los abuelos de
Jesús? ¿Les dijo algo María de todo este tinglado en que la había metido Dios?
Si no se lo dijo, pronto vieron los efectos de la palabra divina, siempre
eficaz. Y pronto tejieron un círculo de amor en torno a aquella joven encinta e
inexperta.
Podemos imaginar a Ana tejiendo
ropitas para ese niño tan especial, el Emmanuel. El hijo de María. Seguramente
José y María –que eran previsores- partieron para Belén con las alforjas de la
mula bien llenas de pañales y ropitas forradas para que el Niño, si es que le
daba por llegar en medio del viaje, no pasara frío. En aquella época, los
viajes eran una aventura para la que sólo se llevaba billete de ida:
salteadores en los caminos, una mula que podía fallar, buscar posada en días de
censo y sin precios fijos, los trámites de la burocracia romana podrían tardar
más de lo previsto. Lo dicho, una aventura. La vuelta quedaba en manos de la
Providencia.
Lo del frío que pasó Jesús cuando
nació no deja de ser una bonita consideración piadosa de la devoción de san
Alfonso María de Ligorio, en su famoso villancico Tu scendi dalle stelle.
Ligorio y otros autores hablan del frío y el hielo de aquella noche –en una
traslación del clima europeo a la templada Tierra Santa, donde por mucho que
nos empeñemos en poner nieve en los belenes no nieva--, pero se refieren más
bien al frío espiritual de la indiferencia y del abandono de la ley del pueblo
santo. A templar, o mejor incendiar, ese frío venía Jesús.
¿Dónde estaban los abuelos de
Jesús en la noche más santa del año? Estaban en las puntadas de las ropitas y
provisiones confeccionadas por Ana. En la oración asidua por los nuevos
esposos, para que el viaje fuera bien y la flamante familia regresara pronto a
Nazaret. En el pensamiento de María y José al ver la cara de ese niño tan
esperado. Esperado por siglos y naciones. Esa alegría tuvo que viajar sin
palabras, a la velocidad de la luz, y más, hasta el corazón de Joaquín y Ana,
que esperaban la buena noticia en Nazaret. Nadie quita que alguna caravana,
contactada por José, les llevara el feliz anuncio del Nacimiento. Y si hubo un
enviado de Dios a los pastores, un sueño que puso en marcha a los sabios de
Oriente, un sueño que avisó a José varias veces, ¿no habría un mensaje divino
para los felices abuelos? Seguro que sí.
Abuelos en la distancia de estos
primeros días. Como tantos abuelos que ven a sus hijos emigrar a otra tierras
más benéficas, otras tierras donde labrar un futuro para sus familias. Tantos
abuelos que esperan el regreso de unos nietos que quién sabe si no dejaron los
sueños enredados entre las olas que embestían a una patera cruzando el
estrecho. Quién sabe si encontraron la paz, justicia y libertad que no tenían
en su tierra. Quién sabe si por fin pudieron dirigirse a Dios, sin tener que
mirar alrededor por si su oración ofendía a alguien. Quién sabe si encontraron
una vida digna y un medio de ganarse la vida honestamente. Quién sabe...
Los abuelos siempre esperan. Su
casa sigue abierta. Podemos imaginar a Joaquín y Ana esperando y luego
conociendo, por fin, a su nieto a la vuelta del largo exilio no programado –con
emigración a Egipto incluida para esquivar a Herodes y vuelta directa a Nazaret
para eludir a Arquelao--. Les podemos imaginar llenándole de besos, cantándole
canciones para dormir, haciéndole regalos y, seguro, enseñándole las oraciones
y las palabras de Dios a su pueblo elegido.
Podemos imaginar a María, yendo a
la compra y dejando al peque en casa de los abuelos por unas horas. Por vivir
en el siglo I los abuelos de Jesús seguro que no se libraron ¡de hacer de
canguros!
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