Reflexión homilética para el Martes 15 de Agosto de 2017. Solemnidad Asunción de la Virgen.
Muchos pueblos y ciudades
celebran hoy su fiesta patronal. En la mitad de este mes caluroso y vacacional,
la fiesta de la Asunción de la Virgen María marca un hito lleno de evocaciones.
La liturgia se empeña en proponernos el dogma de la Asunción, pero tengo la
impresión de que el sentir popular se dirige directamente a la figura de la
Madre, sin detenerse mucho en el significado y en las implicaciones de este
dogma. Lo siento por los predicadores que se afanan por reconducir la nave a
buen puerto.
En muchos lugares de España, a
esta fiesta se la denomina, sin más, “la Virgen de Agosto”. Lo más frecuente es
servirse de las múltiples advocaciones que se dan cita un día como hoy.
Lo mejor que se puede decir hoy
está contenido en el evangelio. Este canto de María, el Magnificat, es como su
testamento: lo que Ella nos diría como compendio de su experiencia de Dios y
del hombre. No tiene desperdicio:
Dios es, sobre todo, fuente de
alegría y de salvación: Se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
Dios es amor sin límites: Su
misericordia se derrama de generación en generación.
Dios da un vuelco a nuestro mundo
organizado injustamente de más a menos: Derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes.
Así, y más, es el Dios de María.
¿Y el nuestro?
No hay comentarios:
Publicar un comentario