Reflexión Evangelio Domingo 28 de Septiembre de 2025. 26º del Tiempo Ordinario.
La historia que se repite
San Lucas, desde la honda
sensibilidad humana y religiosa que le caracteriza, contrapone las
bienaventuranzas de los pobres a los ayes y lamentos de los ricos (Lc 6,20-26).
Quiere dejar bien claro desde un principio el sello personal de su mensaje
subrayando el compromiso práctico que entraña el discurso programático de Jesús
en el inicio de su ministerio público.
Heredero de un cliché literario muy
extendido en los relatos bíblicos, es muy posible que en la parábola esté
apuntando directamente al grupo de los fariseos, “amigos del dinero y que se
burlaban de Jesús”, como él mismo los señala (16,14). Por mucho que intentaran
disfrazarse y justificarse ante Dios y los hombres aferrándose al riguroso y
estricto cumplimiento de la Ley, al desentenderse y pasar de largo ante las
necesidades del pobre tendido a la puerta del rico, estaban negando y olvidando
o más esencial de la misma.
Y es que, para el tercer evangelista,
la compasión hecha realidad en un amor eficaz constituye sin duda uno de los
atributos que mejor definen a Dios (1,54; 6,36). ¿No había apuntado ya en esa
misma dirección su conocida parábola del Buen Samaritano? Los sacerdotes y los
levitas, versados y expertos en la Ley como los fariseos, dan un rodeo y pasan
de largo ante el que yacía medio muerto en el camino (10, 25-37). Ninguno de
ellos supo responder a las exigencias concretas de su condición religiosa como
responsables y fieles transmisores de la tradición inmemorial de su pueblo.
Como en el caso del profeta Amós, la
parábola de hoy habla de situaciones concretas que cuestionan y denuncian la
falsa seguridad de quienes, amparados en la Ley, viven al mismo tiempo
cómodamente asentados en el lujo jactándose desdeñosamente de su fina
vestimenta y suntuosas comilonas, despreocupados y ajenos a cuánto les rodea.
El relato lucano remite figuradamente a un hecho real y constatable que
acontece a la vista de todos. La conducta del rico Epulón resulta inexcusable,
no admite pretendidas justificaciones. Es así como, de una forma plástica y
sugerente, pretende punzar y zaherir la conciencia personal de los lectores
llamándoles a la conversión.
El rico y el pobre -representados
respectivamente por Epulón (icono del que nada en riquezas y lleva un alto tren
de vida) y por Lázaro (icono del abatido, hambriento y enfermo; de su nombre
procede la antigua palabra “lazareto”)- comparten el mismo portal del edificio
y se ven varias veces a lo largo del día. Lázaro, llagado y postrado, sufre una
y otra vez la más dura de las humillaciones de su vecino: experimenta su total
deshumanización, aliviada únicamente por la fidelidad de los perros que lamen sus
heridas; vive como si no existiera, pasa totalmente desapercibido, no cuenta
para nada.
Ahora bien, en la 2ª parte del relato
cambian las tornas. Se impone la Justicia de Dios dictando la sentencia
definitiva (ver Mt 25, 31-46). Mientras que al rico, sordo a las demandas del
pobre, le esperan indecibles sufrimientos en las sombrías profundidades del
Hades, el pobre es acogido benigna y gozosamente en el seno de Abrahán. Es
entonces cuando Epulón, víctima de duros suplicios, pide al Padre Abrahán (de
quien los fariseos se tenían por hijos suyos) lo que él había negado a Lázaro
durante toda su vida.
En medio del diálogo, escenificado en
tres pasos, el rico ruega con insistencia a Abrahán: ¿no podría al menos
visitar a sus hermanos para que no sufran su mismo destino? Pero sus peticiones
llegan tarde. Primeramente, porque el abismo entre el rico y el pobre es
insuperable y su separación definitiva; en segundo lugar, porque quienes no
escuchan la voluntad de Dios trasmitida desde antiguo por boca de Moisés y de
los profetas, malamente podrán convertirse, aunque alguien regrese desde el más
allá a este mundo. La suerte estaba echada; ya no cabía vuelta de hoja.
Pobres y ricos
El problema de la pobreza y la injusticia social recorre, como uno de los temas transversales, el evangelio de Lucas. Entre otras razones, porque le preocupaba el peligro que amenazaba a algunos cristianos de finales del siglo primero: si no adinerados, sí acomodados en los confortables estándares de una vida mundana, holgada y despreocupada. De hecho, a renglón seguido de la exhortación que hace hoy Pablo a su discípulo Timoteo en la primera lectura, le da una serie de consejos referidos a los ricos sobre el buen uso de sus bienes para que puedan conseguir los bienes imperecederos de la vida eterna (1 Tm 6, 17-19).
El problema no son los ricos sino el
uso indebido de las riquezas: “no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13).
El rico Epulón no es condenado por haber cometido determinadas injusticias,
sino por la sencilla razón de no vivir más que para sí, por no compartir
solidariamente su corazón y sus bienes con su vecino necesitado, su “prójimo”.
Lo que separa al uno del otro es la puerta cerrada de la casa del rico, su
actitud despiadada hacia el que mendiga en su portal, siendo así que Lázaro
(significa “Dios ayuda”) es la oportunidad que le brinda el padre Abrahán para
redimirse.
A los fariseos, interesados por el cuándo de la llegada del Reino, les había respondido en cierta ocasión Jesús: “el Reino de Dios ya está entre vosotros” (Lc 17,20-22). Efectivamente, la parábola es una ventana abierta a las mil oportunidades que Dios nos brinda para descubrir su presencia en el aquí y ahora de cada historia personal.
Las tres intervenciones que se
suceden en el diálogo entre el rico Epulón y el padre Abrahán lo dejan bien
claro: no hay salvación posible para quienes, encerrados en sí mismos, cierran
también sus entrañas a quienes encuentran necesitados por el camino desentendiéndose
y pasando de largo, sin la más mínima consideración y respeto hacia ellos. Los
bienes recibidos o acaparados, como en el caso de Zaqueo, son para compartirlos
generosamente con los empobrecidos (Lc 19,1-10). Ese es el supremo milagro que
opera el evangelio en los verdaderos hijos de Abrahán.
¿A quién te pareces más en las
actitudes que tomas en la vida: a Lázaro o al rico Epulón?
¿Abres los ojos, el corazón y las
manos a los casos de necesidad de tus “prójimos”, los de tu entorno y
vecindario?
¿Esperas un milagro para creer en Dios o escuchas atentamente su Palabra?
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