Reflexión Evangelio del Domingo 31 de Agosto de 2025. 22º del Tiempo Ordinario
El Evangelio de este domingo nos sitúa en una escena aparentemente común: un banquete en casa de un fariseo. Jesús ha sido invitado, pero no es un invitado pasivo. Él observa, contempla las actitudes de quienes lo rodean y aprovecha la ocasión para enseñar. Lo que parece ser un simple momento social se convierte en una verdadera catequesis sobre los valores del Reino de Dios. Al ver cómo los invitados se disputan los primeros puestos, Jesús no critica de forma directa, sino que utiliza una parábola para confrontar un mal profundamente enraizado en el corazón humano: la búsqueda de prestigio, de reconocimiento, de poder. En contraste, Jesús propone la humildad como camino. En el Reino de Dios, nos dice, no valen las apariencias, los títulos ni los honores humanos; lo que realmente cuenta es el corazón dispuesto a servir, la vida entregada sin pretensiones. El verdadero reconocimiento no viene de la sociedad, sino de Dios, y Él lo otorga a quienes se hacen pequeños por amor.
Esta parábola, lejos de tratarse simplemente de buenos modales o normas de etiqueta, es una denuncia profunda de las estructuras sociales que privilegian a unos y marginan a otros. Jesús no está enseñando a aparentar humildad para conseguir beneficios, como si fuera una estrategia más para obtener honra. Está revelando la lógica de Dios, que es radicalmente distinta a la nuestra. La humildad que propone el Evangelio es una actitud interior, fruto de saberse amado gratuitamente por Dios. Es una forma de vivir, no de aparentar. Es el fruto de una libertad interior que no necesita imponerse ni demostrar su valor, porque se reconoce como hijo o hija de un Padre que ama sin condiciones. Esta humildad no es pasividad ni conformismo, sino fortaleza y lucidez: quien es humilde puede vivir sin depender de la aprobación ajena y puede ocupar cualquier lugar, incluso el más sencillo, con dignidad y paz.
En la segunda parte del Evangelio, Jesús da un paso aún más exigente. No solo pide no buscar los primeros puestos; ahora propone una forma de generosidad que rompe por completo con la lógica del intercambio. “Cuando des una comida, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos…”. Es decir, invita a quienes no te pueden invitar de vuelta, a los que no tienen nada que ofrecerte a cambio. Esta enseñanza es profundamente revolucionaria, porque desmonta el modo en que solemos entender las relaciones humanas. Nos cuesta dar sin esperar algo: una palabra de gratitud, una devolución, una muestra de reconocimiento. Pero Jesús nos invita a dar por amor, por compasión, por justicia, sin condiciones. Es la gratuidad, la esencia del Evangelio. Así es como actúa Dios con nosotros: nos da sin que podamos merecerlo, nos ama sin esperar nada, nos invita a su banquete sin que tengamos con qué pagar.
Esta generosidad gratuita no es solo una ética del Reino, sino una anticipación escatológica. Nos muestra cómo será la mesa definitiva de Dios: abierta a todos, especialmente a los que no cuentan, a los que el mundo ignora. En este sentido, cada vez que vivimos esta lógica del Evangelio —cuando damos sin esperar, cuando acogemos sin juzgar, cuando compartimos con alegría lo que tenemos— estamos haciendo presente aquí y ahora el Reino de Dios. No es una utopía futura: es una realidad que comienza cuando decidimos actuar según el corazón de Cristo. Por eso, esta propuesta evangélica es también una invitación a revisar nuestras prácticas concretas: ¿a quién invitamos a nuestra mesa? ¿A quién abrimos nuestro tiempo, nuestros recursos, nuestra atención? ¿Solo a quienes nos resultan cómodos o útiles, o también a quienes no tienen cómo “devolvernos” el favor?
Lo que Jesús propone no es fácil. Requiere una conversión profunda, una mirada distinta, una forma nueva de habitar el mundo. Implica revisar nuestras intenciones más íntimas: ¿Por qué hago el bien? ¿Busco reconocimiento? ¿Me incomoda que no me agradezcan? ¿Puedo seguir dando cuando no soy valorado? Solo quien ha sido transformado por el amor de Dios puede responder con libertad y humildad a estas preguntas. Amar sin interés, servir sin ser visto, ocupar el último lugar con paz… solo es posible cuando dejamos que Dios transforme nuestro corazón. El Evangelio de hoy es una llamada a ese estilo de vida: a amar por amor, a servir por fe, a vivir como vivió Jesús.
Pidamos al Señor que nos conceda un corazón humilde, capaz de reconocer nuestras fragilidades sin miedo, y generoso, capaz de compartir sin reservas. Que podamos vivir desde la lógica del Reino, donde los últimos son los primeros y los invisibles son preferidos por Dios. Que no busquemos los primeros puestos, sino los lugares donde más se necesita amor. Que no demos para recibir, sino por la alegría de compartir. Solo así, nuestra vida será un reflejo del banquete eterno que Dios prepara para todos, especialmente para los que no cuentan a los ojos del mundo. Y cuando llegue el día de la resurrección de los justos, seremos bienaventurados no por lo que hayamos logrado, sino por lo que fuimos capaces de amar.
Preguntas:
¿En qué momentos de mi vida he buscado los primeros puestos
por orgullo o vanidad, en lugar de servir desde el amor?
¿Soy capaz de dar y ayudar sin esperar agradecimientos,
elogios ni recompensas?
¿A quién excluyo —consciente o inconscientemente— de mi mesa,
de mi tiempo, o de mi atención?
¿Estoy dispuesto(a) a vivir según la lógica del Reino: desde
la humildad, la gratuidad y el servicio?